Un año después de la gamberra 'Quemar después de leer' ('Burn After Reading', 2008), los hermanos Joel y Ethan Coen dan un llamativo giro hacia dentro con 'Un tipo serio' ('A Serious Man'), abandonando las (escasas) pretensiones comerciales y las grandes estrellas, para contar, con sencillez y sequedad, una pequeña historia que dice más de sus autores que muchos de sus últimos famosos trabajos. Quizá habría que remontarse hasta 1991, cuando los Coen presentaron la negrísima 'Barton Fink', para encontrar otro relato que defina de forma tan certera sus inquietudes vitales y artísticas.
'Un tipo serio' (llamadme quisquilloso, pero debería ser 'Un hombre serio') está protagonizada por el prácticamente desconocido Michael Stuhlbarg, al parecer un actor curtido en Broadway, que aquí realiza un trabajo formidable, siendo imposible imaginarse la película sin él (está nominado al Globo de Oro como mejor actor de comedia o musical, y debería ganarlo). Stuhlbarg, que dice más con la mirada que con los diálogos, es el centro sobre el que gira el nuevo y personal trabajo de los Coen, un film de irregular trazado, pero que nunca pierde el tono, con un principio y un final extraordinarios.
La película abre con un oscuro y tronchante prólogo que sucede en otro tiempo y otro escenario, diferentes a los de la acción principal, situada en la década de los sesenta en Estados Unidos (si bien la esencia es la misma). Este relato, en torno a un viejo acusado de ser un dybbuk, al que se le puede dar (y se le han dado) varias interpretaciones, no es más que un cuento folclórico judío inventado para la ocasión por los hermanos cineastas para, al igual que ha hecho Woody Allen en otras ocasiones, burlarse de la supuesta sabiduría que encierran las historias protagonizadas y/o contadas por su antepasados. Este segmento, prácticamente un cortometraje que funciona separado del resto del film, prepara el terreno para lo que vendrá a continuación.
Al tenso desenlace del relato en yiddish le sigue el atronador inicio de la historia de Larry Gopnik y su hijo Danny, al ritmo del tema 'Somebody to Love', de los Jefferson Airplane, que no está ahí sólo porque suena bien. Estamos ahora en el año 1967, en una tranquila ciudad del Medio Oeste norteamericano, donde los hermanos Coen crecieron; nos hablan de un mundo que conocen perfectamente. Los realizadores han afirmado que llevaban mucho tiempo con la idea de esta película en la cabeza, pero no ha sido hasta el año pasado cuando por fin decidieron filmarla. Posiblemente porque necesitaban un proyecto más íntimo, más suyo y libre, después de la premiada adaptación de Cormac McCarthy, 'No es país para viejos' ('No Country For Old Men', 2007), y la ya citada comedia loca con Brad Pitt y George Clooney. El resultado es al menos tan sólido como el del film que se llevó cuatro Oscars.
La primera vez que vemos a Larry (repito, fantástico Stuhlbarg), está en la consulta del médico, durante un "chequeo" corriente. Todo parece ir muy bien. Pero ya desde este momento, comprendemos que Larry no está cómodo. Bueno, es normal que no lo esté en una fría consulta (especialmente cuando el médico sale de la habitación para la prueba de rayos X, algo tan lógico como, en el fondo, inquietante), pero luego le veremos en su trabajo, como profesor de física, y está igualmente desubicado; de hecho, llega a admitir que ni siquiera entiende del todo lo que está explicando (el principio de incertidumbre de Heisenberg, por supuesto). En su casa pasa lo mismo, es como un extraño.
Poco a poco, la vida de Larry se va cayendo en pedazos, pero no de pronto, como parece indicar una visión superficial del film, sino por las claras señales de fractura que caracterizaban su universo, en absoluto ese pacífico y feliz jardín en el que las cosas pueden ser controladas, o arregladas, tal como él quiere creer. Al igual que en la devastadora 'Revolutionary Road', el mundo feliz norteamericano es una cortina que cubre las miserias de unos ciudadanos borregos, incapaces de ver y decidir por sí mismos.
En realidad, lo que le ocurre es que Larry tiene miedo. Es un ser temeroso de todo cuanto le rodea, tanto que no tiene iniciativa, se limita a actuar mecánicamente, dejando que su divinidad decida por él. La religión (en este caso la judía, que es la que mejor conocen los Coen) le ha inoculado el miedo en el cuerpo, y le ha enseñado que cuando tiene un problema debe recurrir a quienes mejor conocen las sagradas escrituras. De ahí que este hombre serio, recto, fiel a lo que le han enseñado, busque la ayuda de los rabinos (a cuál más divertido), en un vano intento por comprender por qué su vida se viene abajo.
Por supuesto, los Coen no tienen piedad de este pelele y lo someten a todo tipo de castigos. Aquí es donde la narración se resiente un poco, porque se hace repetitiva, sin que vaya a ninguna parte, subrayando aun más la desesperación de Larry (y supongo que también la del espectador que, como él, está buscando una explicación lógica a todo).
En esta constante búsqueda de un sentido a la existencia, los Coen hacen intervenir al azar para despejar el tablero en el que está jugando el protagonista, y darle un respiro. El complicado, asfixiante, devenir de los hechos toma un rumbo sorprendente cuando desaparece cierto obstáculo doméstico y Danny cumple con su bar mitzvah. En ese momento, Larry se permite sonreír felizmente por primera vez en toda la película, junto a su esposa. No es casual que ocurra ahí, entre los acogedores muros de su religión, donde encuentra el orden establecido al que se aferra. Fuera nada tiene sentido, es el caos, el reino de la incertidumbre. Creyéndose seguro de nuevo, Larry realiza la primera decisión de toda la película, y el resultado es tan inesperado como inevitable (el protagonista cree que ha obrado mal, y eso siempre tiene consecuencias).
Los caminos de padre e hijo (genial también la resolución del problema de los 20 dólares) volverán a unirse cuando comprendan, quizá demasiado tarde, que también hay un mensaje oculto en la letra de la canción de los Jefferson Airplane.