Ernst Lubitsch era uno de los más grandes. Un nombre obligado en esas famosas listas de los mejores directores de toda la historia del Cine, aunque esas listas en el fondo no valgan para nada. Pero nombrar a directores grandes sería muy fácil, sobre todo si viajamos en el tiempo unos 50 años como mínimo y hacia atrás. Sería más interesante decir una sola cualidad por la que destacó cada uno de esos directores. En el caso de Lubitsch está muy claro: la sutileza, y en un segundo plano, la elegancia. Porque hablar de un genio como Lubitsch es sobre todo hablar de una puesta en escena sublime con pocos elementos y que, por ejemplo con una puerta querer decir, y hacerlo, un montón de cosas. Hablar de Lubtisch es hablar de unos diálogos precisos, divertidos y siempre con un doble sentido, oímos una cosa pero realmente nos está diciendo otra. 'Un Ladrón en la Alcoba', dirigida en 1932, cumple a la perfección todo esto.
'Un Ladrón en la Alcoba', que en su original es 'Trouble in Paradise', cuenta la historia de un ladrón de clase alta, que un día conoce a una carterista que se hace pasar por condesa para cometer sus pequeños robos. Cada uno reconocerá a su alma gemela en el otro, y ambos decidirán empezar toda una carrera profesional sobre el robo, eso sí, hecho con la mayor de las delicadezas y el mejor de los estilos, el de un verdadero caballero y una verdadera dama.
Es una película para disfrutar y saborear cada uno de sus planos, y poder comprobar como Lubitsch hacía fácil lo difícil, ya que el ejemplo antes citado de la puerta aquí es usado en varias ocasiones y con resultados sorprendentes, únicos, gloriosos. Tanto es así que se llega a la conclusión de que sólo Lubitsch era capaz de decir un sinfin de cosas simplemente filmando una puerta cerrada, pero con la agudeza suficiente como para que el espectador sepa qué ocurre detrás de esa puerta. Pero hay más ejemplos, como filmar la sombra de uno de los personajes y ver lo que éste está haciendo. Lubitsch siempre filmaba una cosa, pero lo que quería trasnmitirnos estaba fuera del plano. Normalmente eran apuntes dramáticos, que al no ser mostrados, sino sólo sugeridos, alcanzaban una mayor dimensión al tener el espectador que dibujarlo en su mente.
Los diálogos son fantásticos, sublimes, y no me refiero a que estén llenos de grandes frases hechas con palabras rebuscadas y de gran significado, no. Con sólo frases sencillas hablando sobre trivialidades se nos cuentan aspectos que definen a los personajes tanto en su carácter como en su pensamiento. Atención a una conversación inicial entre un camarero y el protagonista principal masculino. Se trata de una pregunta extensa y una escueta respuesta, y que cada una funciona por separado tanto en que cada uno está pensando en sí mismo, y al mismo tiempo funcionan juntas, diciéndonos algo completamente distinto.
La película es principalmente una comedia, con las dosis justas de drama, lo mínimo para darle una dimensión más profunda al tema. Todo ello relucido con el toque elegante de Lubitsch que nos transporta a una épcoa maravillosa llena de glamour donde las cosas se hacían de otra manera, incluso los actos delictivos. Un acto tan amoral como el robo nos es presentado en la trama de una forma tan exquisita, a través de la pareja protagonista, que al espectador le entran ganas de ser cómplice de esos dos ladrones, siempre y cuando las cosas se hagan de la misma forma que en la película, por supuesto.
Los actores están todos fantásticos. Además es un film lleno de estrellas de la época hoy prácticamente olvidadas. Herbert Marshall, casi siempre secundario, aquí tiene el papel pincipal, y no hay otro como él para darle la elegancia y la educación necesaria a un personaje maravilloso. A su lado Miriam Hopkins, excelente actriz de comedia de aquellos años y que ésta era la segunda vez que trabajaba a las órdenes de Lubitsch de un total de tres. La actriz está simpatiquísima, y lo que es más importante, tiene una química impresionante con Marshall. Su primer encuentro es sencillamente memorable. Alrededor de una mesa y comiendo se conocen cómo solo dos ladrones pueden conocerse. El amor a primera vista perfectamente explicado.
Entre los secundarios nos encontramos a actorazos del calibre de Edward Everett Horton, que casi siempre interpretaba a un tipo despistado, curioso y que nada entendía de lo que le rodeaba. En el film protagoniza uno de los gags más graciosos del mismo. C. Aubrey Smith, que con su sola e impresionante presencia ya llenaba la pantalla, y Kay Francis, magnífica actriz de los años 30, menos conocida que otras estrellas de su generación, pero que bordaba los papeles de mujer malvada. En el film es la tercera en discordia en otra de las constantes del cine de Lubitsch: los triángulos amorosos.
Una película magnífica, llena de matices como solía estar lleno el cine de Lubitsch y que deja muy clara una cosa: vista 74 años después, a pesar de que no ha perdido ni un ápice de su frescura, sería imposible hacerla hoy en día, no sería creíble, entre otras cosas porque no hay director capaz de hacerlo. Mejor, revisionar este título de vez en cuando nos sirve para admirar la obra de un maestro y estar en paz con el Cine por si la cartelera actual nos da disgustos.