Maren Ade explora con ‘Toni Erdmann’ el extrañamiento entre un padre algo lunático (Peter Simonischek) y su hija (Sandra Hüller), una alta ejecutiva de una multinacional alemana, destinada por un proyecto importante a Rumanía. La Centroeuropa se encuentra así con la Europa del Este, del mismo modo que esta hija (Ines) recibe con estupor la visita de su padre y su alter ego, el famoso Toni Erdmann. Pero como en Europa, este acercamiento no siempre funciona.
La que para muchos es la película de 2016 por fin se estrena en España, respaldada por una lluvia de premios, dentro y fuera de Europa, que han eclipsado cualquier posibilidad para el resto de la producción del continente. Premio Fipresci en Cannes, mejor película, dirección, guión, actor y actriz en los Premios del Cine Europeo, varios premios más de festivales y crítica internacional, y un puñado de nominaciones, en las cuales siempre es la favorita. Un consenso demasiado amplio y unánime teniendo en cuenta lo particular de su sentido del humor.
“Éste es… Toni Erdmann”
Una cámara temblorosa espera frente a una puerta, detrás de la cual están pasando muchas cosas que nunca llegaremos a saber. Tras varios timbrazos y ante la impaciencia de esta mirada intranquila, ahí está: Toni Erdmann, dispuesto a provocar el desasosiego del pobre muchacho que le espera al otro lado de esa misteriosa puerta. Risas nerviosas alrededor que poco a poco aumentan y en cierto momento quedan desatadas: si la tuya es de éstas, estás ante una maravillosa película que, seguramente, te dejará pensando durante días. Si eres de los que miran alrededor, queriendo entender de qué ríen todos: esto es lo que te espera durante el resto de la proyección, pero, seguramente, también te dejará pensando durante días.
El vagar de dos personajes complejos
Toni Erdmann y su hija no se entienden. No se entienden entre ellos, pero tampoco se entienden ellos mismos y quizá a nosotros nos pasa igual. Cuando el padre irrumpe por sorpresa en la frenética vida de negocios de su hija, ambos tienen que afrontar una situación que no comprenden. Para Ines, la falta de experiencia empresarial de su padre que, no está muy claro si a propósito o por torpeza, sabotea todas sus expectativas; para él, la falta de experiencia vital de su hija, que no está muy claro si por vocación u obligación, boicotea todas sus vivencias.
Dos personajes tremendamente complejos perdidos en las calles de Bucarest, siempre de camino a algún sitio, siempre con la sensación de que no existe el fin, sino que todo pasa en el trayecto. De nuevo el movimiento sin fin que parece caracterizar a nuestra era, época de inmediatez y prisa, sin tiempo que perder en el análisis. Por eso, cuando Toni Erdmann trata de comprender qué hace feliz a su hija, la respuesta da vueltas y más vueltas.
Vagando uno detrás del otro y el otro detrás del uno, sin conseguir nunca conectar en el mismo momento y el mismo espacio, Ines y Toni nos arrastran entre la comunidad internacional residente en la capital rumana. Una realidad paralela de “expats” europeos de alto nivel profesional, pero escasa vida real. Una comunidad que habla cualquier idioma menos el local y que desde su posición allá en ese otro universo, decide sobre lo que “es mejor” para el terreno que ahora pisan. La Europa moderna, la Europa de hoy.
De gag en gag
El vapuleo de su búsqueda personal nos conduce de una situación ridícula a otra, donde el sentido del humor de Toni Erdmann nos provoca y nos fuerza a seguirle el ritmo. Un cúmulo de despropósitos con los que incomodar al espectador y generar una reacción ante la dificultad de la comunicación y de liberar al propio “yo”, que aparece enmascarado detrás de una brecha, más que generacional, una brecha entre culturas. A lo que Ade responde con humor de forma contundente.
El problema llega cuando el relato entre líneas resulta más interesante que ese humor buscado, predeterminado y destinado a removerte en tu butaca, en una dirección u otra, y que te arrastra de gag en gag durante 160 excesivos minutos. Un humor con el que tanto Toni Erdmann como Maren Ade parecen sentirse cómodos pero que está muy cerca de convertir la diversión en irritación.
Como con su hija, la relación de Toni con el espectador es un forcejeo continuo de encuentro y desencuentro en su lucha por capturar esa conexión a través del humor, su humor, en una lectura fuerte y personal de la Europa de nuestro tiempo. Tanto si atrapados en el primer timbrazo, como si en huida permanente ante los torpes esfuerzos de Toni Erdmann, la cinta está condenada a permanecer en nuestra retina de la misma forma que, nos guste o no, con todos sus premios, está destinada a ocupar su lugar en el cine del siglo XXI.
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