Existe una corriente de pensamiento —más que acertada para un servidor— que cataloga la crítica cinematográfica como un género literario autobiográfico; algo que trasciende al análisis y la escritura para reflejarse también en la simple y llana experiencia de ver una película, procesar su contenido y dar una lectura a los mensajes que esta pretende lanzar.
Este hecho, más allá de lo pedante y rimbombante que pueda sonar, no hace más que evidenciar que nuestras vivencias personales —por muy lejanas o poco trascendentes que puedan parecer— y la situación en la que nos encontremos a la hora de enfrentarnos a un largometraje, son determinantes a la hora de digerirlo, disfrutarlo o, por el contrario, asimilarlo con un menor entusiasmo.
'Tierra firme' es una de esas cintas en las que este factor biográfico se muestra clave al intentar verter una opinión sobre ella; algo que ocurría también en '10.000 Km', el primer y estimable debut de un Carlos Marqués-Marcet que vuelve a derrochar sensibilidad, contención y buen gusto en un segundo trabajo que peca de una molesta falta de contundencia a la hora de proponer un discurso sobre los temas que trata.
Se antoja harto complicado no caer completamente rendido a los pies del arranque y la inmensa mayoría de los dos primeros tercios de 'Tierra firme'. A golpe de sencillez, austeridad formal, de una puesta en escena brillante y sobria, y de una intachable naturalidad que supura cada uno de sus fotogramas, Marqués-Marcet te atrapa en sus redes y te sume en una complicidad instantánea con su trío protagonista: una pareja y un viejo amigo recién llegado, cada uno con sus inquietudes, perspectivas y planes de futuro.
A bordo de su hogar, un barco que les transporta a través de los simbólicos canales de Londres que representan ese incesante recorrido que es la vida, el realizador logra generar una fascinante empatía hacia todos los protagónicos gracias a su decisión de permanecer en un segundo plano a favor de sus inspirados intérpretes: unas Oona Chaplin y Natalia Tena deslumbrantes y con una química envidiable, y un David Verdaguer al que es imposible no coger cariño.
Por desgracia, toda la magia atesorada a golpe de talento comienza a diluirse progresivamente conforme se acerca un temido punto de inflexión argumental que invitará a muchos a fruncir el ceño cuando los personajes comiencen a manifestarse tal y como son realmente, desnudándose frente al espectador y haciendo imposible no posicionarse, como es lógico, en uno de los dos frentes que abre el filme.
Esto último no sería un problema de haber tenido la misma reacción el director, tomando partido, juzgando y lanzando un alegato frente a los asuntos que explora 'Tierra firme'. En lugar de ello, Marqués-Marcet opta por tratar con condescendencia y una suerte de irritante paternalismo a todas sus criaturas, a las que parece eximir de toda culpa en un tercer acto que invita al optimismo en un impostado tercer acto con un empalagoso sabor optimista.
La experiencia de disfrutar —porque se disfruta, y mucho— 'Tierra firme' llega a recordar, salvando las evidentes distancias, a la que puede tenerse con '500 días juntos' —'500 Days of Summer', Marc Webb, 2009—. Donde parte del público generaba un vínculo instantáneo con Tom, protagonista de la cinta, otro sector del respetable llegaba a aborrecerle, condicionando por completo el sentido que se le daba al conjunto.
En el caso que nos ocupa ocurre algo parecido, siendo cada mente del patio de butacas la encargada de leer la fantásticamente ejecutada nueva obra del cineasta catalán y de evaluarla en base a su cercanía con una u otra de las partes que componen la pareja protagonista en un magnético viaje que vuelve a confirmar que el cine no es más que un reflejo de la vida. De la de los personajes, los autores, y de la de los que nos sentamos en la, a veces no tan reconfortante, oscuridad de una sala de proyección.