Vivimos tiempos difíciles para contar historias. Los impedimentos vienen de muchos sectores: las megaproducciones masivas, las nuevas costumbres efectistas de un público instruido en el blockbuster, la industrialización salvaje de los medios de creación, el poco tiempo para reflexionar por la saturación...
Sin querer ser tremendista e incitar al pesimismo, nuestro contexto dificulta el triunfo de lo intimista, del plano de lo sensible. Sin que esto sea sinónimo de calidad ni etiqueta necesaria para una gran historia, por supuesto.
Tampoco seamos agoreros: evidentemente, se cuentan muchas historias en torno a la esfera privada, y con gran brillantez. De hecho, muchas de estas narraciones se han apropiado de un discurso que se ha institucionalizado desde la Academia de Hollywood, como ocurre con ‘Call me by your name’. El triunfo en instancias de los grandes legitimadores culturales y artísticos, sin embargo y para nuestra desgracia, no suelen ir acompañados del éxito en una sociedad anclada al consumo y la individualidad.
Por ello, toda historia que se enfrente al contexto salvaje y frenético, y además llegue a salas cinematográficas -nunca suficientes- siempre es buena noticia. 'Tierra de Dios' ('God's Own Country'), en este sentido, es un pequeño triunfo en un mar de derrotas, donde la calma y la honestidad se apoderan de la narración para darnos esperanza al final del túnel.
Porque muestra interés en la representación de temas pertinentes, como el racismo, y no cae en construcciones maniqueas a la hora de representar el drama rural y campestre. En el sentido de representar la diversidad, 'Tierra de Dios' recuerda de forma evidente a ‘Brokeback Mountain’, puesto que parte de premisas muy similares.
Pero, aun asumiendo sus parecidos, la ópera prima de Francis Lee no tiene ‘Brokeback Mountain’ como un referente total: la historia que nos plantea es más austera y salvaje, más cercana a lo natural. Acompañado de las brillantes actuaciones de su reparto -Josh O'Connor, Alec Secareanu, Gemma Jones e Ian Hart- y con una narración sólida, la película abarca la transformación del protagonista, un granjero inadaptado y alcohólico, con la llegada de un inmigrante rumano.
Pedagogía del disfrute mutuo
En tono intimista, el filme se estructura en torno a la evolución de John Saxby, que ya desde el inicio se muestra tosco con los que le rodean, con cierto salvajismo. De él hace gala en todos los aspectos de su vida, incluso en el sexual marcado de forma significativa en una subasta de vacas donde convierte a un joven con el que tiene relaciones en una máquina de desahogo. Su concepto de la sexualidad es virulento, bruto y sin ningún tipo de complicidad.
La llegada de Gheorghe a la granja de John supone una alteración en la toxicidad de su rutina, donde las horas en las que no trabaja está borracho o camino de ello. En primer lugar, porque John, como si se tratara de una presa a la que cazar, lo veja y humilla de cara a tener sexo con él, haciendo gala de la agresividad y el poco tacto del que antes hablábamos.
El granjero rumano, sin embargo, no lo permitirá, y marcará el detonante de todo el desarrollo psicológico por el que pasa John. Habrá sexo, pero consentido y en la búsqueda del disfrute mutuo, primero carnal, pasional y en lodazales llenos de barro, y después sentido, íntimo, emocional. Gheorghe se convierte en un maestro del que John aprende rápido a amar, pero también a ser cómplice en el ámbito sexual cuando es cosa de dos.
'Tierra de Dios': la complicidad de la carne
Pero hablar de las virtudes de 'Tierra de Dios' reduciéndolas a la pedagogía es ser reduccionista. Porque la capacidad fílmica que alberga esta brillante ópera prima va más allá de dos personajes en un entorno intimista, y se convierten en un símbolo con un poder de representación de inusitada potencia estética. ‘Tierra de Dios’ es capaz de trasladarnos a un paraíso terrenal en el que la naturaleza se convierte en el personaje más importante.
La naturaleza idílica conforma una suerte de paraíso sugerente y que evidencia su propio título: tierra de Dios como lugar de redención, de reencuentro con uno mismo. John se redescubre a través de Gheorghe, y dinamita su tóxica existencia gracias a un sentimiento puro en el que el paisaje no sólo es estético sino también emocional.
El entorno representa una belleza ruda y áspera, pero bella, al fin y al cabo, donde no se encuentran tanto los protagonistas como sus cuerpos. Es un hermoso alegato a la complicidad de la carne, a la naturalidad más pura, al choque de cuerpos en el barro.
La importancia de la película no radica tanto en sus temas y muestra de diversidad, sino en sus planteamientos más profundos. ‘Tierra de Dios’ es una historia llena de sinceridad y humildad, de intimismo narrativo y formal que se convierte en un ejercicio estético de dicotomías y contraposiciones: un bello idilio del reencuentro con la naturaleza y de la redención a través de la carne. Francis Lee, con sentido común, ha conseguido imprimir a su película algo de lo que muchas carecen: alma.
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