Cuando nos enteramos de que Michael Jackson había fallecido, creo que la mayoría pensamos lo mismo, después de lamentar su muerte: “ya verás la pasta que sacan haciendo películas, documentales, nuevas ediciones de sus álbumes famosos, etc…”. Y así fue. Aprovechando muchísimo material de documentación, que se había tomado para uso en principio personal, el director y coreógrafo Kenny Ortega montó un documental que se llamó del mismo modo en que se iba a llamar la última gira de Michael Jackson. El resultado deja bastante que desear, por desgracia.
El autoproclamado “rey del pop” había anunciado una serie de cincuenta conciertos espectaculares, que según sus propias palabras, serían los últimos de su carrera. En realidad, serían parte de un enorme esfuerzo industrial para sacar a Jackson de la ruina, pues como todos sabemos, una serie de decisiones empresariales insensatas, escándalos familiares, fracasos discográficos, actitudes autodestructivas, le habían llevado al borde del abismo. Pese a todo, y tal como vemos en el documental, era un profesional del show bussiness sin parangón, y se merecía otra cosa. Parece que el músico más megalomaníaco (y probablemente peor vestido) de la historia estaba gafado aún después de su muerte.
Me confieso seguidor de su música, vaya por delante. Y desde siempre. Jackson hacía pop (disco y dance), un género musical que me aburre, pero él tenía algo. Los artistas musicales lo llaman duende, o chispa. Vete a saber. El caso es que estaba sobrado de ella. Con dos ritmos y un bajo podía hacer bailar al más acodado del mundo, era un bailarín excepcional, un coreógrafo brillante, un buen cantante. Además, él fue el primero, y quizá el mejor, a la hora de elaborar videoclips que fueran algo más que imágenes de corta y pega. Es decir, era un músico de indudable valor. ¿De verdad “esto es todo” lo que se podía sacar de los preparativos de su última gira de conciertos? No me lo creo.
El principal problema que le veo a este trabajo documental es que parte de un guión de muy pobre calidad. El material documentado, de por sí, contiene muchos alicientes propios de un evento de estas características, más aún si el evento está dirigido por un músico con esa capacidad para el espectáculo visual y sonoro, para superponer de niveles sensoriales una puesta en escena grandiosa, para emplear al máximo a unos bailarines prodigiosos y entregadísimos. Pero no basta para armar un documental, por la sencilla razón de que cualquier trabajo documental, y esto lo sabe hasta el menos avispado de los documentalistas, ha de tener una dirección determinada.
Aquí no existe ni dirección ni intención por ninguna parte. Se nota demasiado que hicieron el montaje a toda prisa tras la muerte de Jackson, con la necesidad acuciante de recaudar dinero por las evidentes (y millonarias) pérdidas que supusieron la cancelación de tantos conciertos, algunos de los cuales ya tenían vendidas las entradas. De todas formas, con Sony pagando nada menos que sesenta millones de dólares por los derechos del material grabado, y con una campaña de marketing que aseguró que se convirtiera en el documental más taquillero de la historia (aunque, como suele pasar, muy por debajo de las expectativas de la familia Jackson…), parece que consiguieron lo que buscaban.
Eso sí, lo consiguieron a costa de la profundidad de la obra. No se puede hacer un documental de 111 minutos tan mal engarzado, en el que más del 80 % del metraje está conformado por los ensayos de Jackson con sus bailarines, y el resto de preparativos técnicos tales como de qué forma quería Jackson que se oiga tal tema (menudo oído tenía, era un genio) o de muy breves insertos de comentarios del equipo, la mayoría dorándole la píldora (¿alguien lo dudaba?) al coloso recientemente fallecido. Resultado: tedio absoluto. Al final lo que obtenemos es un remedo de concierto con números muy fragmentados, con una mezcolanza de puntos de vista repetitivos, todo unido con algunas imágenes del backstage y de las expectativas de algunos aficionados, sumado a declaraciones previas de Jackson. O sea, una nadería.
Este podría haber sido un documental grandioso, que es el documental que creo todos los admiradores de Jackson esperábamos. Había mil formas de plantearlo, y posiblemente muchas de ellas muy buenas. No hubo ni tiempo, ni seguramente ganas, de indagar en el trabajo de preparación de los bailarines, en los momentos previos de conocer a su ídolo, de profundizar mucho más en las esperanzas frustradas, en los recuerdos de cada uno de los músicos de su relación con su jefe, en poner en relación estos conciertos con otros del artista. En definitiva, en hacer un documental como era debido. Y no este corta-pega sentimental.
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