Decir que 'The Walking Dead' está bien, a estas alturas, puede parecer una broma recurrente en la que incurrimos a menudo los críticos. Como si nos escondiéramos detrás de una piedra y, después de tragarte 200 minutos de vacío dramático y maquillaje zombi estándar, te gritáramos: "¡Inocente!".
Desde hace demasiadas temporadas, la narración ha sido bastante irregular, con capítulos muy buenos que quedaban ensombrecidos por varios muy pobres narrativa y estéticamente.
Pero esta temporada onceava (que se dice pronto), quizá por ser la última o quizá por motivos que abordaremos más adelante, está consiguiendo lo imposible: que salvo por un episodio perteneciente a la tanda del principio (el cuarto), tenga ganas de verdad de sentarme delante de la televisión. Que perciba las tramas como algo más que trámites para el final de temporada e, incluso, que siga las escenas de acción.
No te engañes: se le siguen viendo las costuras, pero aunque tenga los pezones al descubierto, de verdad estamos ante un nuevo traje para el emperador.
¿Será, por fin, que vuelven a interesarme las andanzas de todos los personajes que pululan por esta ficción hipertrofiada? La respuesta también es afirmativa, porque la chicha emocional se está dando por varios frentes, con uno de ellos interesante, conflictivo y sí, adulto, no en el sentido de decir palabrotas o tener sexo, sino porque involucra sentimientos complejos sin soluciones fáciles.
Por cierto: en el siguiente texto hay destripes, y no de los que te hace un muerto viviente.
El retorno de la reina
Una de las cosas que más podemos agradecer a los productores y showrunner de ‘The Walking Dead’ es que hayan traído de vuelta a Maggie (Lauren Cohan), convertida ahora en la viuda de acero. Tantos años de supervivencia y sucesos trágicos le han permitido aceptar la toma de decisiones difíciles (como dejar morir a compañeros, si eso ayuda a la supervivencia del resto), pero hay un fuego en ella que sigue vivo.
No es el amor (aunque su hijo Hershel lo es todo). Es el odio. Primero, contra los Segadores, el nuevo grupo de malos. ¿Os acordáis que digo más arriba que se le notan las costuras? Ésta es una de ellas: unos mercenarios salvajes (como los Salvadores), enmascarados (como los Susurradores) y con un sentimiento religioso muy fuerte (aquí el guiño es al Gobernador). Ellos arrebataron Meridian a Maggie, y ella está dispuesta a recuperar ese asentamiento porque está repleto de suministros que necesitan en Alexandria.
Pero la procesión va por dentro. Si no supiéramos (¡bocazas!) que esta serie continuará en un spin-off protagonizado por ella y Negan (Jeffrey Dean Morgan), compraríamos mejor que, en cualquier momento, uno de ellos mataría al otro. Maggie empieza la temporada casi dispuesta a ejecutar de forma activa o vicaria, pero Negan, que está en un proceso de cambio a mejor persona, solo se atreve a hacerlo de forma pasiva y excusándose en el temperamento agresivo y decisiones cuestionables de ella.
Ése es el punto de partida, pero estos 16 episodios hasta la tanda definitiva, que se emitirá a partir de agosto, abarca más de seis meses de tiempo y la relación evoluciona. Esperemos que cualquier guionista que sugiera el “enemigos a amantes” acabe abandonado en el desierto, pero al menos sí podemos presenciar a Maggie reconociendo a Negan que está empezando a confiar en él.
Historia de tres ciudades
Esta temporada es, también, la historia de cómo Alexandria y Hilltop, después de varios desastres, consiguen volver a levantarse. Mucho tiene que ver el tesón de sus habitantes por recuperar un asentamiento que, pese a los numerosos fallos, siempre ha sido más seguro que vivir al raso o exponerse a grupos violentos del exterior.
Hay una pega hacia mitad de temporada: no pueden solos. Y les ha venido de perlas que el grupo de Eugene (Josh McDermitt) encontrara la Mancomunidad y consiguieran acceder a vivir en ella. Porque la Mancomunidad, cuya ayuda comanda Lance Hornsby (Josh Hamilton canalizando al Carlos Latre de un universo triste y hostil), está dispuesta a echar una mano. Primero, de manera altruista. Luego… ya se verá el pago.
Y aquí empiezan las fricciones, porque si Aaron (Ross Marquand) está más que dispuesto a recibir ayuda, Maggie lo ve como una forma de rendir la poca libertad que han conseguido con los años: viven en un poblado que se cae a pedazos y cada dos por tres les asedian zombis, pero es su trocito de porquería civilizada y que le aspen si va a soltarlo por algo de ayuda.
Al igual que el cómic, se perfila el que será el conflicto definitivo en el corazón de la serie: por un lado, civilizaciones que han surgido a la sangre del conflicto zombi, con sistemas de gobierno algo autoritarios, aunque sustentados en el acuerdo entre sus gentes sobre las tareas; por el otro, la Mancomunidad, un reflejo de los gobiernos actuales que, bajo las banderas de la seguridad o la libertad económica (trucada), esconden una desigualdad sistémica en el que unos, por fuerza, siempre serán inferiores a los otros.
Vida en la gran ciudad
La vida en la Mancomunidad parece idílica, más sus claroscuros suponen un cambio refrescante en el tipo de tramas que ‘The Walking Dead’ lleva manejando más de nueve temporadas: peregrinar, encontrar asentamiento, defenderlo, matar al malo final, seguir. La falta de variedad (por muchos birlibirloques que hiciera el guión) y la cuota obligada de zombis para justificar el trabajo de un ejército de maquilladores convirtieron los capítulos en trámites.
Ahora, con toda una comunidad que no sólo anhela la civilización, sino que la ha reconstruido hasta el peor de sus engranajes, inyecta nuevas ideas en la mezcla. Como fan de Philip K. Dick, no pude contener el aplauso ante la subtrama de Stephanie (Chelle Ramos), el supuesto interés amoroso de Eugene y la razón por la que los alejandrinos entraron en la Mancomunidad. Tras varios episodios ganándose nuestro corazón, deja a Eugene sin decir nada, lo que lleva a éste a una búsqueda paranoica.
Si sólo fuera eso. Aunque la Gobernadora Milton (Laila Robins) parece razonable aunque insoportablemente elitista, desconoce las ratas que tiene a sus espaldas. Su hijo, Sebastian (Teo Rapp-Olsson) es un déspota mimado que pringa a las fuerzas de seguridad y a civiles en misiones para conseguirle dinero. Su lugarteniente, Lance, esconde su apetito por la sangre y el poder, sabiendo quizás que no podría dirigir la Mancomunidad… pero sí las colonias exteriores.
Nosequé y nosécuantos, pero a mí dame dinero
Y, para colmo, están el dinero y los recursos. El dinero ya aparece como una señal de peligro cuando un extrañado Daryl (Norman Reedus) encuentra un billete garabateado a principio de temporada, y es una de las corrientes subterráneas que guían la historia: su manejo, su acumulación, no parece dar más que problemas.
Eso sí, de alguna manera hay que gestionar los recursos. Carol (Melissa McBride) lo vive con angustia porque piensa que, en la civilización, su amigo Ezekiel (Khary Payton) por fin podrá ser operado de su tumor… pero la lista de espera es larga, mortal, y tiene que pasar a la acción mediante favores a Lance. Un apocalipsis más tarde, y todavía funciona hacerle el trabajo sucio a alguien con poder para conseguir saltar puestos en una sociedad.
Que once (¡se dice pronto!) temporadas después, aún puedan sacar brillo a McBride y a su personaje dice mucho de alguien que yo creía que había tocado techo cuando, años ha, reconocía haberse convertido en una máquina de matar demasiado a gusto con ello.
Volviendo a los recursos, es la fuente de un descontento que pocos se atreven a emitir en una comunidad donde no hay agentes del orden, sino fuerzas de seguridad. Y que darán, puedes apostar tu mejor cuchillo, a un levantamiento tarde o temprano gracias a los alejandrinos infiltrados en ella.
Lo mejor de lo mejor
Pese a todas estas descripciones y alabanzas, aún me quedan un par de capítulos por reseñar que merecen sus propias loas aparte. Después del marasmo de luchas con zombis y la revelación de cómo los Segadores se organizan a través de Pope (Ritchie Coster, a punto de mesarse el bigote para demostrar lo malo que es), descubrimos que Connie (Lauren Ridloff) sigue viva y con Virgil (Kevin Carroll).
En el sexto episodio, ‘En el interior’, asistimos a un capítulo ambientado en lo más parecido a una casa encantada que ‘The Walking Dead’ puede dar, con huecos entre las paredes y un puñado de caníbales enloquecidos que son la prueba de que, para dar miedo, hay vida más allá de los zombis.
Tampoco quiero dejar fuera el díptico formado por los capítulos 13 y 14, ‘Caudillos’ y ‘Núcleo podrido’ respectivamente. Lo que parece una misión diplomática más de Lance es, en realidad, un intento de masacre dirigida por Toby Carlson (Jason Butler Harner) que pringa a Aaron y Gabriel (Seth Gilliam). Dos episodios tensos, en un escenario limitado y con la aparición estelar de Michael Biehn como líder chiflado random.
Esto se acaba
Aunque ya lo he dicho bien arriba, esta temporada tiene mi interés por lo que ha contado, por cómo ha escalado la situación y por una maestría, que hace mucho que no se le veía, para hacer confluir varias tramas (algunas surgidas en los hueros episodios finales de la décima) hacia la Mancomunidad.
No me quedan juegos de palabras con los muertos titulares. No los necesito para ilustrar el texto, ni para resaltar que ‘The Walking Dead’ se está esforzando por conseguir una temporada consistente sin efectismos apoyados en zombis.
Quizá lo mejor que puedo decir es que, por fin, los muertos vivientes dejan de ser el centro de los problemas y del relato. Que nadie se sorprenda: desde la primera temporada queríamos que hubiese sido así, pero estábamos demasiado fascinados por la carne podrida.
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