Cariño, a lo mejor puedes pasarte por blanca, pero no eres invisible-Sandman Williams
En ocasiones, queriendo salir de una situación que a priori parece desesperada, terminamos cayendo en la verdadera trampa. Es lo que ocurre cuando, huyendo de nuestro posible verdugo, vamos a parar bajo las ruedas de un autobús. Y algo parecido le sucedió a Coppola, que cuando creía levantar el vuelvo con la maravillosa ‘Rebeldes’, cayó dándose un buen golpe debido al fracaso rotundo en taquilla de la fascinante ‘La ley de la calle’. Y cuando, para salir del atolladero en que estaba metido, no olvidemos el fiasco de ‘Corazonada’, cogió una llamada de Robert Evans.
Evans, que fue uno de los que le hicieron la vida imposible durante el rodaje del primer Padrino. El megalómano y engatusador productor veía que se le iba de las manos su proyecto sobre uno de los locales más famosos de su país a principios de siglo, el Cotton Club, al que sólo podían asistir (adinerados) blancos, y donde sólo podían tocar y bailar talentosos negros, y decidió llamar al que le había salvado en aquella tragedia italoamericana, dando sorpresivamente la vuelta a la situación. Coppola aceptó, y aún se lamenta de ello.
Fue el penúltimo reencuentro con Mario Puzo, con quien le unía una amistad sincera. Gracias a su complicidad, Coppola pudo hacer algunos cambios en el guión previsto. Se trataba de narrar la historia de dos parejas de hermanos (dos negros y dos blancos), cuyas trayectorias vitales se entrecruzaban y rozaban sin llegar a tocarse, o a influenciarse del todo. Aunque en realidad, ‘The Cotton Club’ es una historia coral, donde varios personajes, con el local, la ciudad de Nueva York, la Ley seca y la depresión de fondo, y la música negra y el magnífico score de John Barry como acompañamiento insustituible. Pero algo no acaba de funcionar debidamente.
Cuando Coppola llega a la película, cuyo rodaje ya había comenzado, aquel proyecto ya era un pozo sin fondo. Y a parte de eso…¿qué clase de película era? ¿De autor, comercial? ¿Un musical, cine negro, melodrama? La película sale perjudicada de esa indefinición tonal, y Coppola termina firmando su película más impersonal hasta la fecha. El director que se implica en cada película como si fuera la última, que siempre cuenta algo de su vida a través de sus películas, por primera vez no tiene nada que decir, se queda mudo entre tanto ruido y tanta parafernalia.
Hermanos y música
Veníamos, precisamente, de otra historia de hermanos con ‘La ley de la calle’, pero allí teníamos la sensación de que el director estaba en su salsa, y aquí todo parece un remedo de otras películas suyas (sobre todo ‘El padrino’) y de otros directores que, a lo mejor, podrían haber dado algo más que una realización, eso sí, soberbia. El empaque de la película es esplendoroso. Es un juego de luces y sombras, de sedas y bordados, de cuerpos y melodías. Todo parece un baile sin fin, pero el corazón está ausente.
Hasta ahora todos los personajes centrales de sus películas aprendían algo terrible, mental o emocionalmente. Aquí, el personaje central, el cínico Dixie Dwyer (interpretado por Richard Gere con poca intensidad, por cierto es él quien toca realmente la trompeta) pasa de puntillas por la película, y la identificación es nula. Nos da exactamente igual lo que le pase, porque a él también le da igual. Sabemos que le gusta tocar la trompeta y que es un buen músico de jazz, pero no sabemos lo que quiere, ni lo que le importa, exceptuando estar cerca de la belísima, una vez más, Vera Cicero (Diane Lane, esplendorosa).
En cuanto a Sandman Williams (estupendo Gregory Hines, como siempre) su peripecia de pérdida y reconciliación con su hermano parece una simple anécdota sin fuerza, y aunque nos cae bien y queremos que su vida amorosa, familiar y profesional encuentre una armonía compleja, en el fondo sabemos que todo va a ir bien, y que la verdadera razón de ser, al menos aquí, no tiene nada que ver con los sentimientos de los personajes, sino con la poderosa parafernalia que les rodea, que epata al espectador (y de qué manera) y que termina tragándolo todo.
Por supuesto que hay una violencia salvaje, y también grandes secuencias musicales (aunque Coppola no la considera un musical en sentido estricto, pues como él dice, en un musical no entiendes la historia sin las canciones, lo cual es cierto) y grandes valores narrativos. Aquí, por ejemplo, es inevitable acordarse de la secuencia del asesinato final, con el bailarín golpeando el suelo con los pies y el sicario disparando la ametralladora en paralelo. Esto tiene un aroma que nos retrotrae a las secuencias finales de los dos primeros padrinos, sobre todo el primero. Pero también tiene otro aroma, el de Bob Fosse, a quien Coppola idolatraba. Sin embargo, a pesar de que el virtuosismo y la destreza están muy presentes, una vez más el corazón no lo está.
Coppola perdió la libertad
El director norteamericano con el mundo más personal, a pesar de cambiar sutilmente de estilo a cada nueva película, a cada nueva aventura, se hace impersonal buscando la supervivencia. Y el sueldo es generoso, pero pierde con ella el favor de los grandes estudios. En tres años, conoce tres fracasos rotundos y muy dolorosos, pierde Zoetrope y pierde el control de su carrera. Fracasa tanto en las grandes películas ambiciosas como en el cine de autor, así como en el cine de encargo. Su golpe es duro aunque no letal, pues hacía pocos años que había conocido grandes éxitos económicos, pero su orgullo puede más que su sensatez y acaba convertido, por unos años, en una sombra de sí mismo.
‘The Cotton Club’ es una película digna de ver, pero indigna de este grandísimo artista. Si la hubiera dirigido otro admiraríamos su empuje y su arrojo, pero siendo de Coppola esperamos además verdad y personalidad. Y de eso no hay. Eso sí, como espectáculo, elemento que es lo que más le importa al espectador más perezoso, es uno de primer orden, vistoso y subyugante.