En un artículo de la recomendable Visual404, revista de cine en verdad apasionada e inteligente, Nicolás Prado sostiene que el público ha pasado de "espectador a productor" dado que "Yo tomo las decisiones, yo lo pago, y tú lo creas para mí. Yo uso mi dinero para que alguien me lo dé. No soy creador, soy cliente. Eso explica por qué existen siete películas de X-Men, o cinco de Piratas del Caribe, ocho Batmans, cinco Spidermans o nueve temporadas de Cómo Conocí a Vuestra Madre: porque como niños-adultos que somos, no queremos cambio ni creación, queremos el juguete de siempre y me lo vas a dar porque te pago y te importo."
Es verdad que 'The Amazing Spider-Man 2: El Poder de Electro' (The Amazing Spider-Man 2, 2014) parece encajar dentro del diagnóstico de Prado, dado que es la quinta película del superhéroe, a diez años de la segunda entrega de la primera trilogía, la dirigida por Sam Raimi.
El principal problema de Prado es una cierta ingenuidad conclusiva, pues su razonamiento no explica el alud de entregas de películas de espadachines o monstruos en los años cuarenta, o el agotamiento con exceso de cine vampírico en los sesenta, setenta y ochenta. Es muy posible que el espectador se sienta productor si participa de la simultaneidad del sistema contemporáneo: basta con echar una ojeada a los eructos de Twitter para sentir que uno forma parte de una conversación política.
Me interesa lo que aborda, porque la película, dirigida por Marc Webb, y escrita por un numeroso equipo de guionistas que incluye a Jeff Pinkner, Alex Kurtzman y Roberto Orci, es, efectivamente, una muestra muy evidente de cine estrictamente contemporáneo.
Que Joss Whedon haya planeado la fase dos del universo Marvel y que el productor Kevin Feige fuera muy listo armando la primera, junto a otros colaboradores, está ya dando sus frutos.: ¿qué es sino el uso de Oscorp en este nuevo Spider-Man si no un constructo argumental deudor de la compañía Stark de Iron Man?
El cine de superhéroes ya ha encontrado, como vemos, sus primeros muestrarios canónicos. ¡Incluso Peter Parker ha pasado de ser el huérfano tradicional a, en la onda vengadora, otro príncipe destronado enfrentado a su némesis en igualdad de condiciomes! Por compartir, tienen héroe y villano el mismo y enésimo conflicto freudiano con el que el cine norteamericano comercial parece insistir una y otra vez.
Las razones por las cuales esta película me parece no solamente defendible sino espectacular, conmovedora y preciosa son las mismas razones, idénticas, por las cuales, hace ya quince años, empecé a devorar los tebeos de Spider-Man.
No importa cuantas versiones lea.: el personaje solamente funciona con una fórmula. No será por diversidad de guionistas. Entre la tendencia a la viñeta espectacular de Mark Millar y los diálogos sobreescritos, enfáticos y melodramáticos de Brian Michael Bendis hay un mundo ¡pero es que entre el Spider-Man salido del pincel de Steve Ditko y el que instaló John Romita (padre) también!
Pero el personaje no varía. Es un adolescente que se vuelve adulto y descubre que, pese a los ridículos supervillanos y a los alucinantes poderes recién adquiridos, el precio del alquiler, la dignidad laboral o los meollos familiares son mucho más letales que otra cosa. Stan Lee, en su momento de mayor inspiración, creó al único superhéroe que condensa una épica de barrio y que se identifica con una ciudad plenamente.
En su mejor y más inspirado giro, Spider-Man perdía al primero de sus grandes amores adolescentes, víctima del Duende Verde. El héroe vencido, el trauma.: no se puede decir que el escrúpulo y la emoción no existan en esta franquicia. De hecho, no solamente existen sino que se alcanzan con una insólita belleza, algo que también ha explicado mi compañero Mikel.
Ciertamente, la película no destaca por sus villanos, aunque introduce mejorías. Electro, en manos de un ganso Jamie Foxx, es un villano intrascendente e inconcreto (pasa de lanzar rayos eléctricos a comportarse como el Doctor Manhattan) y Dane DeHaan está más convincente como un Harry Osborn con reproches interesantes que hacerle a Peter Parker.
Pero la película trata sobre Gwen Stacy. En un precioso montaje, hacia el final de la película, vemos el dolor del héroe en un cambio de estaciones ¡y todo ello tras dos horas de exuberante y frenético espectáculo digital y, al fin, logradas humoradas propias del personaje!
Por eso mismo, la película es un triunfo modesto pero nada desdeñable. Andrew Garfield y Emma Stone son la encarnación definitiva de sus personajes, y han dotado de credibilidad hasta las líneas más ridículas del aparatoso guión. Pero ellos y la ocasional delicadeza consiguen el único asombro posible, que Spider-Man, después de todo, sea, como la primera vez que lo leímos, otra vez el chico de barrio magullado por la vida, el trabajo, la novia y, claro está, un grupo de ridículos supervillanos.
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