Analizada la primera parte de la carrera de uno de los cineastas más importantes de la actualidad, conviene efectuar un paréntesis, pues pasar de ‘Días del cielo’ a ‘La delgada línea roja’ sin hacer una serie de recapitulaciones obligatorias, dejaría este ensayo bastante cojo. En realidad, se impone una reflexión tras las dos primeras películas del realizador y antes de comentar las dos siguientes.
Muchos consideran ‘Malas tierras’ como la película mejor acabada de su máximo responsable, mientras que otros hablan de ‘Días del cielo’ como la precoz confirmación de un estilo único y la cima de una personalidad artística que se silenciaría a sí misma durante dos décadas para convertirse en el director más enigmático del mundo. ¿Cuántos desaparecen sin dejar rastro, después de asombrar a medio mundo, y vuelven mucho tiempo después para asombrarle mucho más?
Malick pertenece, por concomitancias temáticas y por generación, al importante grupo denominado Nuevo Hollywood. Pero en realidad tiene poco que ver con ellos. Con ‘Malas tierras’ había ingresado en el grupo de narradores de relatos itinerarios de la violenta América, con un presupuesto pequeño y una dirección sin grandes alardes. Y había triunfado en el selecto Festival de Nueva York. Pueden rastrearse sus influencias, demasiado bien asumidas para tratarse de un principiante, como la poética de la huida de Charles Laughton, o el tono contemplativo más propio del cine japonés de los años 50.
En cualquier caso ya quedaba claro que el objetivo de Malick no era ni labrarse una fama como narrador entre el gran público, ni mucho menos convertirse en uno de esos realizadores de prestigio. Desde el principio quedaba claro que era un autor, o quería serlo, al estilo más europeo. La Concha de Oro del Festival de San Sebastián por su primera película confirmaba ese anhelo, y le situaba en el horizonte de los futuros maestros. Horizonte que para algunos se confirmó, aunque para otros lo que se confirmaba era su vacío, con ‘Días del cielo’.
Por lo que se sabe, Malick desapareció de Estados Unidos después de ganar el premio a la mejor dirección por su segunda película en el Festival de Cannes. Ha contado alguna vez que trató de ganarse la vida como profesor en Europa, sobre todo en Francia. También se sabe que en aquella época conoció el relato de James Jones sobre la batalla de Guadalcanal. También profundizó de manera extraordinaria en sus conocimientos sobre geología, botánica, zoología. Se convirtió en un verdadero erudito de la Naturaleza.
Malick no sería considerado ahora mismo el maestro que es si se hubiera quedado en aquellas dos películas. El aspecto único de su carrera es cómo siguió evolucionando hasta convertir aquellos dos grandes logros en meros peldaños hacia la condición de artista total, de director isla con el que, dada su prolongada inactividad y el estilo sin precedentes, es muy difícil establecer influencias o jugar a ese juego analítico consistente en establecer puentes entre autores.
Cuando se supo que volvía, muchas de las llamadas estrellas de Hollywood hicieron todo lo posible por tener un papel, por pequeño que este fuera. El rodaje se extendió durante seis meses, y el montaje durante un año, después de que el guión tardase en finalizarlo más de una década (guión que como veremos fue “traicionado”). Cuando tuvo lista la película, a finales de 1998, la llevó a Berlín, donde en febrero del año siguiente se alzó, por aclamación, con el Oso de Oro. Una nueva etapa comenzaba en su carrera.