“Debemos empezar otra vez. Un nuevo comienzo. Aquí, las bendiciones de la tierra están al alcance de todos. Hay una buena tierra para todos sin un precio que no sea el propio esfuerzo”
- John Smith
Lo habíamos dejado en el mismo momento en el que John Smith, quizá motivado por la curiosidad por este nuevo mundo (uno de los varios nuevos mundos de este relato), acepta viajar río arriba para ejercer de emisario ante el rey de los nativos, que es como le llaman ellos. Desde que parte hacia allí, con un puñado de hombres y los prisioneros indígenas, se inicia su voz en off, una voz interior que casi siempre va a erigirse en reflexión atormentada de sus pulsiones internas e ideas más íntimas. Esta voz de Smith, que a la sazón es el único soldado profesional del grupo, le revela como un soñador, casi como un poeta que ansiara adaptarse a los dictados de su corazón. Smith, interpretado con poderosa convicción por ese fenomenal actor que siempre ha sido Colin Farrell, parece un hombre ensimismado, perdido en su laberinto interior, y las imágenes de la barcaza en la que viajan parecen expresiones abstractas de su estado de ánimo.
Parece como un sueño su viaje, y sus afirmaciones acerca de una nueva vida, muy distinta de la que conoce, parecen hallar respuesta en el campamento de los nativos. Para Malick, la América del siglo XVII era un paraíso de infinitas posibilidades, y en el tono elegíaco de la voz de Farrell se deduce también la ironía que supone en lo que se ha convertido ahora esa tierra. Pero lo que queda claro es que Smith es muy diferente a los hombres blancos que le rodean, tiene más nobleza que ellos, es más valiente y más hábil que ellos, y su mundo interior es mucho más rico. No puedo imaginar a un actor mejor que Farrell para dar vida a un personaje tan misterioso y fascinante como este. Por cierto que en la barcaza vemos a Ben Chaplin, que tuvo un papel importante en ‘La delgada línea roja’, y que aquí no goza de ni una sola línea de diálogo.
Hay algo de descripción pura y enamorada del entorno natural en esta película (así como en ‘La delgada línea roja’, mucho más que en ‘Días del cielo’ o ‘Malas tierras’) . Malick es un naturalista en el sentido estricto de la palabra, un profundo conocedor de los bosques y de la tierra, y muy pocas veces hemos presenciado un drama en el que la naturaleza esté más fundida con la representación del hombre. Y no necesita el director para mostrarlo ningún artificio de puesta en escena, sólo constatar la superioridad de los nativos frente a las técnicas de combate de Smith. Sin embargo, el occidental parece ser capaz de comprender cómo relacionarse con ellos.
El campamento de los indígenas
Para dar vida y aproximarse lo más fielmente al estilo de vida de los algonquin, el equipo de la película trabajó durísimo, no sólo contratando actores de origen nativo, si no investigando a fondo esta cultura antiquísima de una forma que nunca se había visto en una producción norteamericana. De hecho, muchos de los actores que interpretan a guerreros importantes, se enfrentaron a conflictos ideológicos con su propia tribu por las decisiones de caracterización. También se dio el caso de que muchos jefes de tribu ayudaron con consejos y material para una mejor reconstrucción de su gente en aquella época. Se respetaron, así mismo, los procesos de elaboración en vestuario y construcciones de los indígenas. La sensación de realismo, de investigación, es asombrosa.
La audiencia con los jefes del clan, en el interior del recinto principal, de una oscuridad y una iluminación muy difíciles de lograr sólo con luz natural, es una secuencia extraña e hipnótica. Vemos por cierto a Wes Studi, que ha hecho de nativo americano en docenas de películas. El punto de vista es absolutamente el de John Smith, y en ese sentido hay que advertir que la secuencia está fragmentada, pues tanto el jefe Powhatan como sus asesores tienen dos planos muy diferentes, el segundo de los cuales casi parece una alucinación provocada por el miedo de Smith, pero que seguramente pertenecía a otro momento de la secuencia. Malick es muy dado a esto. Los indígenas deciden matarlo. Le inmovilizan y vemos, con un plano subjetivo, como un gran guerrero se abalanza sobre Smith para acabar con él. Pero hay un corte brusco a negro y cesa todo sonido.
Lo que sigue sólo puede describirse como un renacer cinematográfico en toda regla. Es como sigue: Smith parece haber muerto ya y, trémulo, observa a lo alto; a continuación vemos lo que está mirando, que es alto tragaluz por donde se cuelan los rayos del sol. Parece prepararse para su ascensión, pero la joven indígena interpretada por Q’orianka Kilcher lo impide en el último segundo, y suplica a su jefe, que además es su padre, que le perdone la vida. Las mujeres proceden por tanto a limpiar espiritualmente a Smith, y este tiene las visión interior, estremecedora y bellísima, de unas velas que se arrían. Que cada cual, como sucede con este cineasta, complete esa imagen con sus propias sensaciones.
Aquí tenemos un ejemplo perfecto de cómo una buena intención basada en el amor, la de Pocahontas, condena a un pueblo entero por permitirles quedarse en sus asentamientos y progresar en su colonización. Nunca un gesto de buena voluntad fue tan trágico, pues permitió la destrucción de una cultura. La muchacha es la encargada de aprender el idioma occidental y de dar a concer el idioma propio. Regresa ahora la música escuchada en su primer encuentro, ese movimiento del concierto para piano número 23 de Mozart, y se percibe en los ojos de ambos la fascinación y admiración que siente por el otro. El tono es tan abiertamente lírico, que cuando Smith dice: “todos los hijos del jefe eran hermosos, pero ella lo era tanto que el sol, aunque la viera a menudo, se sorprendía cuando ella se mostraba en su presencia”, no hay una exageración o una impostura, si no una desacomplejada visión del sentimiento romántico.
Muchos acusaron a Malick de ñoño o cursi, pero para él era importante crear una relación absolutamente dionisíaca en el sentido estricto de la palabra. Smith y Pocahontas parecen animales tímidos que encuentra por primera vez a un igual. Y no hay la menor cursilería porque su historia de amor es truncada por la miseria espiritual de él y la ceguera emocional de ella. Sentimos de todas formas su pasión mutua, así como sentimos el orgullo moribundo de un pueblo que va a enfrentarse a una civilización mucho más avanzada que la suya.
También se nos muestra la progresiva adaptación de Smith a la forma de vida indígena, como una respuesta a su deseo interior de un cambio. Pero tampoco le vemos fusionarse completamente con ellos, y finalmente su deseo interior no concuerda con su incapacidad exterior para cambiar verdaderamente. Sin embargo la pasión incontenible por ella, y la de ella por él, está mostrada con imágenes de forma inmejorable. Somos testigos de sus juegos, de cómo estos juegos implican cada vez mayor contacto físico, y cómo sin hablarse terminan abrazándose. Duele verlo porque sabemos que esto no va a llevar a nada bueno, si no que es el principio de mucho dolor.
Toda esta parte que estamos comentando posee una estructura músico-rítmica muy sutil pero evidente, de gran fuerza expresiva. Regresa Wagner y regresa la voz en off de ella, que tiene miedo de sus propios sentimientos y de lo que está comenzando. A Smith le dejan partir, y se despiden. Hay un plano asombroso en el que vemos a Pocahontas en primer término y al fondo, muy a lo lejos, la progresión de una tormenta feroz. Incluso, durante un segundo, vemos caer varios rayos (que contextualizan muy bien las pasiones internas de ambos personajes), en una imagen dificilísima de obtener, como muchos podrán imaginar. Todo vuelve al punto de partida y ahora Smith regresa a su campamento inglés. El contraste es brutal, pero está por ver si eso cambiará en algo al soldado.
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