“Ven, Espíritu. Ayúdanos a cantar la historia de nuestra tierra”
- Pocahontas
Cuando se supo que Terrence Malick no iba a tardar veinte años más en llevar a cabo su siguiente realización, sino que a lo sumo le llevaría siete, y que el proyecto giraba en torno al mito fundacional estadounidense de Pocahontas y el soldado Smith, fueron no pocas las voces escépticas que se alzaron para proclamar su extrañeza y su poco interés por el filme que aún no se había estrenado, y que llegaría en 2005 a las pantallas de todo el mundo. La elección del excelente actor Colin Farrel (intérprete al que muchos no soportan o quieren ver caer, no entiendo por qué) como Smith, también fue censurada por unos cuantos. Pero Malick se rodeó, además, de un muy elaborado reparto de nativos, y de sus colaboradores habituales, con el diseñador Jack Fisk a la cabeza. Para las labores de iluminación, llamó a Emmanuel Lubezki, tal vez el operador más dotado de su generación.
Esta pieza sinfónica, lírica e hipnótica prosigue la escalada estética que su director lleva fraguando desde los años setenta, y que en su cuarto escalón vuelve a aunar los rasgos conquistados de la pieza precendete para llevarlos aún más allá. Regresan, por tanto, los coros de voces en off, regresa un reparto heterogéneo de relevos sucesivos, y regresa por supuesto el tono elegíaco que retrata la destrucción de un entorno físico y anímico irrecuperable. Esta es la película de la que muchos abominaban, abandonando la sala ante la exigencia de sus imágenes, y de la que otros, como Wim Wenders, decían cosas como: “es increíble lo que ha logrado Malick, en pocos años se hablará de la grandeza insuperable de esta obra de arte”.
Malick le propuso a Lubezki, que se encargó de muchas tomas de segunda unidad, las siguiente normas narrativas, que se cumplirían escrupulosamente en todo el rodaje y luego en el montaje: todos los planos serían cámara en mano (en algunos el movimiento no se percibe pero así están hechos), toda la luz sería natural (ayudada por algunas sedas y reflectores mínimos), y todos los planos serían o bien de una mirada o bien subjetivos (si bien muchos son falsos subjetivos, como veremos) de esa mirada.
La diosa Naturaleza
El panteísmo de Malick, insinuado o apenas susurrado en sus dos primeras películas, y abiertamente explícito en la tercera, domina por completo la mirada del realizador en este ‘El nuevo mundo’. La imagen que la abre no puede ser más directa: el reflejo del cielo recortado de árboles en un estanque cristalino. Se oye la voz en off de Pocahontas (interpretada con gran valentía por la debutante de quince años Q’orianka Kilcher, que invoca íntimamente a la Madre. Al decir que nosotros somos el campo de maíz, miles de semillas inundan el estanque. En un corte brusco, vemos al personaje en contrapicado extremo, recortado contra el cielo. Con dos imágenes muy breves, Malick ofrece una visión personal de un estado anímico en total y absoluta comunión con la naturaleza, una armonía frágil y fugaz.
Los títulos de crédito comienzan con la música de James Horner (no cuenta esta vez Malick con los fabulosos acordes de Zimmer, si no con un compositor capaz de lo mejor y lo peor como lo es el responsable de la música de ‘Leyendas de pasión’), y son una elegante y contenida sucesión de mapas de América, ilustraciones superpuestas en las que los caminos se van abriendo y redibujando, para describir el proceso de exploración de un territorio. La música cesa y nos quedamos con un sonido ambiente que reproduce el rumor de las olas, o de la fauna nocturna, mientras vemos ilustraciones de nativos de la época, y del proceso de esclavización, y enseguida comienza a escucharse los primeros acordes del preludio de ‘El anillo de los nibelungos’, de Richard Wagner.
Esta poderosa pieza musical va a ejercer de eje de los momentos capitales de la película, como la descripción de la vida nativa (varios planos subacuáticos de los indígenas, no sólo nadando, también pescando, pero siempre vistos desde debajo del agua), y la llegada de los colonos, una vez finalizados los títulos de crédito. Como en ‘La delgada línea roja’, el agua y el fuego van a conformarse en elementos totémicos, no sólo conceptualmente, también sensorialmente. El agua parece identificarse con este paraíso y parece faltarle a los recién llegados, sucios y andrajosos tras meses de viaje. Pero es significativo que los planos subacuáticos de los indígenas terminen en un fundido con un plano en panorámica ascendente que termina encuadrando a los navíos ingleses, como queriendo advertir que los indios quedarán por debajo de ellos, aplastados por la furia colonizadora europea. Hay algo de intromisión profana en unos planos acuáticos y luego en unos barcos que se apropian de ese espacio.
Observamos al gran Christopher Plummer como el capitán Newport, y varios barcos avanzando majestuosamente hacia la costa. Se ve un cartel que reza ‘Virginia, 1607’. En las entrañas de uno de los barcos, surge entre la oscuridad el rostro de Farrel, cuyo personaje se haya encadenado bajo cubierta, y que observa por una reducida ventana que están a punto de desembarcar en tierras desconocidas. Unas gotas de agua caen desde cubierta y Smith se apresura a colocar su boca bajo ellas para beber, en clara alusión al elemento agua, del que Smith parece ser el único en interesarse de momento, lo que le une, siquiera lejanamente, a los nativos. Y si un plano en descenso de un mástil nos mostraba los rostros en cubierta de los ingleses, otro plano en descenso baja de los árboles (imposible sustraerse del hermanamiento visual de mástil y árboles y lo que esto significa en la relación de cada uno de los grupos con la naturaleza) y muestra el desconcierto que provoca la llega de los barcos en el seno de los indígenas.
Vemos por primera vez a Pocahontas, a la que dicho sea de paso nunca oiremos nombrar así, y al mismo tiempo que la vemos a ella, y vemos lo que ella ve, también volveremos al barco y veremos a Smith, y veremos lo que él ve. Ambas miradas confluyen, la primera a derecha de cámara y la segunda a izquierda de ella, de modo que ambos personajes comienzan a acercarse.
Lo que Malick pretende con estas ciclópeas imágenes iniciales es dar fe de un encuentro entre culturas que para él es lo más importante que puede mostrarnos, y la sensibilidad y grandiosidad conque narra este encuentro (aunque eso sí, todo ello exento del énfasis risible de, por ejemplo, ’1492, la conquista del paraíso’ de Scott) tiñen este comienzo de una esperanza y una inquietud no disimuladas, que entroncan con el estado anímico de ambos grupos culturales. Más que un choque, es una danza para él. Malick se cuida muy mucho de idealizar a uno u otro grupo, y con el plano de la vegetación enbravecida por el viento (falso subjetivo del capitán Newport) también describe la inquietud del propio entorno como un ser vivo, que va a sufrir más que ningún otro en este encuentro.
Smith llega encadenado (suponemos, también interiormente), y antes de ser colgado es perdonado por Newport, con lo que empieza una nueva vida para él. Y le vemos asombrarse de la belleza de lo que un día será Virginia y en ese momento no es más que un entorno natural denso e inexplorado. Así, los primeros encontronazos con los nativos, encabezados por Tomocomo (un soberbio Raoul Trujillo, que se encargó de las coreografías de los guerreros nativos), no pueden rezumar mayor incomprensión mutua. Es significativo el plano del hacha cortando un árbol, y el plano siguiente en contrapicado de Tomocomo irguiéndose. De nuevo, y como ya vimos que hacía en su anterior película, Malick une dos planos en montaje y crea varias ideas por hermanamiento visual: la de la identificación profunda de los nativos con la naturaleza, y la destrucción sistemática de esa cultura por parte de los recién llegados.
La violencia y la incomunicación entre los grupos comienza a desvelarse, y se hace urgente hablar con el rey de los nativos (como le llaman ellos), algo de lo que se ocupará Smith, pero de ese enorme bloque hablaremos íntegramente en el siguiente capítulo. Hasta aquí hemos dado cuenta de qué manera Malick se enfrenta a un mito fundacional y lo deconstruye con un realismo poético inusitado, y prácticamente insólito en el cine de hoy día.