Terrence Malick: 'Días del cielo', del cielo al infierno

Nadie es perfecto. No hay gente por ahí perfecta. Todo el mundo tiene medio demonio y medio ángel dentro.

- Linda

Si algunos cinéfilos (y no pocos analistas) consideran ‘Días del cielo’ como una película preciosista, pero también sosa y pagada de sí misma, por la innegable belleza de sus prístinas imágenes, por el extraño tono que Malick imprime a su mirada, y por la insólita dirección de actores que despliega, quizá otros podríamos desarrollar la percepción de que esta historia de falsos hermanos amantes, que deciden sacrificar su amor para librarse de una terrible pobreza y desesperanza, es una evidente parábola sobre el cielo y el infierno, evidenciada en todos y cada uno de sus elementos.

De hecho, el cielo y el infierno se dan la mano en este relato, de manera eminentemente visual, y nunca moralizadora. Y en realidad, más que parábolas, sus imágenes nos advierten que el cielo y el infierno están aquí, en la Tierra. Y que tanto los demonios como los ángeles viven juntos. Podría decirse, quizá, que en esta película Dios (Sam Shepard) se enamora de un Ángel Caído (Brooke Adams), y que un hombre imperfecto le asesina por ello, echando a perder la posibilidad de vivir en el cielo.

Una sinfonía a tres voces

El misterioso, bello (cómo se parece en esta película Shepard a Gere, parecen hermanos…) y solitario Granjero rico se enamora de la vagabunda. Y es idea de Bill que la mujer de la que está enamorado se vaya con él. Y la convence con argumentos solapados, sin nombrar nunca al asunto tal cual. una vez se el granjero se casa con ella, se establece una sinfonía a tres voces. A saber: la adoración del marido por su mujer pero también su desconfianza por su relación con su supuesto hermano, el cargo de conciencia de Abby y a la vez su amor por ambos hombres, y los crecientes celos y vacío vital de Bill.

La pequeña Linda, hermana de Bill (¿será ésta una hermana auténtica, o tampoco?), ejercerá de punto de vista, con su condición entre la infancia y la adolescencia. Su mirada es nuestra mirada, y en parte también la del director. También se inicia una apasionante relación de amistad truncada entre el Granjero y Bill. Es apasionante observar al hombre privilegiado compartir su tiempo con el paria, y también cómo, a pesar de la paciencia y la bondad del primero, el rencor y la ira del segundo por la vida que le ha tocado vivir hará que todo termine en tragedia.

¿Cómo narra Malick esta compleja sinfonía, narrada por un cuarto personaje, y punteada por la inquietante presencia del hombre de confianza del Granjero, interpretado con indescriptible fiereza por el legendario Robert J. Wilke? Pues con una pasmosa sencillez, que esconde una intención serena y plausible de relatar esta tragedia de forma verdaderamente única y alejada de lo que podríamos esperar de cualquier otro director. Malick es un hombre muy culto y muy personal que no va a ceder jamás a las tentaciones de lo comercial o lo estrictamente narrativo, si esto último puede comprometer la verdad de lo relatado.

De esta manera, los tres parias conocen en verdad el cielo en la Tierra, que no es otro que la riqueza y la ausencia de problemas materiales. Tal como asegura la perspicaz Linda, los ricos lo tienen muy fácil. Pero Bill se siente muy solo, en esa abundancia. A pesar de que por fin puede descansar y no tiene que trabajar para comer, pone en peligro ese “cielo” al no querer renunciar a Abby. ¿Son malvados ambos personajes por ello? Malick no les juzga, a pesar del evidente daño que le hacen al Granjero, que les abre las puertas de ese “cielo”.

Y ahí están las imágenes con las que este director fragua su estilo, como si las cazara al vuelo: a la declaración de soledad de Bill sendas imágenes de la caseta y de la sombrilla abandonadas, a las sospechas del Granjero de que su mujer no es del todo sincera se corta a la imagen de una pintura con un tigre emboscado. Lo narrativo, o convencional, deja paso a la imagen como figura absoluta, carente de significado por parte del director, pues el espectador es invitado a dotarlas del significado que le otorguen sus propias sensaciones. Así como la contenida dirección de los actores también da pie a que sea el espectador el que aporte sus propios sentimientos. La sencillez es absoluta: tres voces; pero la conmoción que provoca en el espectador es compleja y profunda.

Pero no nos pone las imágenes en bandeja el director, como podría creerse. Las repetidas imágenes contrapicadas del Granjero podían dar una obvia idea de qué significa este personaje, pero también hay planos de igual índole para Bill. Hacia la hora de película, tenemos un asombroso plano, en el que podemos ver, desde dentro de la tierra, cómo nace y crece la semilla del cereal, para ser arrancada después por el capataz, quien observa la evolución de las cosechas. Pronto hay una nueva recogida. En ese momento vuelve Bill después de una prolongada ausencia. Las sospechas del Granjero se ven confirmadas. Una plaga de langostas amenaza la recolecta, pero además el Granjero prende fuego accidentalmente a sus campos atancando furiosamente a Bill. ¿Una imagen bíblica de la ira de Dios? Demasiado fácil.

Decir que los personajes de esta película representan tan solo parábolas del asesinato de Dios, o decir que es simplemente un relato de la lucha de clases, sería empequeñecer su belleza. Este material daría para un melodrama de tintes pasionales y trágicos. Pero Malick huye de eso, no se pone a sí mismo las cosas fáciles y saborea el no cumplir las expectativas del espectador. Una vez consumada la traición, los tres huirán a ninguna parte (imposible no establecer paralelismos con la huida de ‘Malas Tierras’). ¿Enfatiza Malick de manera tradicional esta huida? Nada de eso. Regresa la música folk, que desactiva la trascendencia, vuelve la voz en off de Linda, que tampoco participa de la ansiedad de ser perseguidos. En lugar de eso, camina por otros derroteros, más existencialistas.

El final es veloz e inmisericorde. Bill camina por el bosque, admirando sus colores como John Smith en ‘El nuevo mundo’. Y huye despavorido rifle en mano como Kit en ‘Malas tierras’. Los funcionarios de la justicia actúan sin escrúpulos, eliminando a un deshecho prescindible. Es escalofriante observar de qué modo a nadie le importa un asesinato institucional. Pero, de nuevo, Malick no enfatiza, sino que corta bruscamente a la siguiente secuencia. El mundo sigue, con su rutinario vacío. Eso es más terrible que mostrar el dolor y la pérdida de la muerte tal cual.

Conclusión a un díptico único

Con ‘Días del cielo’, por la que Néstor Almendros ganaba el Oscar gracias a su labor fotográfica, Malick cierra década, y prácticamente siglo. Tanto esta como ‘Malas tierras’ forman un díptico singularísimo, de serena personalidad. Se había convertido, además, en un autor respetado (también él ganaba el premio a la mejor dirección en Cannes) y admirado. Pero en ese momento, decidía, por razones que nadie conoce, desaparecer de escena e irse, por lo que parece, a vivir a Francia y otros lugares de Europa. Veinte años tardaría en volver a dirigir una película.

Sin embargo volvería con una portentosa obra maestra.

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