El debut en la dirección de Valentina Maurel, también guionista, es una película incómoda, tan tierna como arisca, a menudo deslumbrante, de una fuerza inusitada en una obra de exordio e inclinada a la honestidad de los títulos que nos llegan de América del Sur; de Costa Rica en este caso.
Maurel se desenvuelve muy bien con un presupuesto limitado, pocos personajes y escasas localizaciones, contando una historia en apariencia pequeña pero salpimentada de matices, engrandecida por unos personajes frágiles y verosímiles, a los que la directora no juzga en ningún momento. Además, el excelente trabajo fotográfico de Nicolas Wong dota a 'Tengo sueños eléctricos' de una textura áspera e inmediata, en directa relación con la violencia y la espontaneidad en la que en ella fluyen las emociones y los impulsos, no siempre para bien.
La huida del cliché hacia adelante
Bajo la apariencia de un coming of age epidérmico e inmersivo, la película, premiada con el galardón Horizontes en el último festival de San Sebastián, narra la historia de Eva, una adolescente fascinada por la figura de su padre, un hombre contrahecho y bohemio, así como del grupo de amigos de éste y la vida que representan.
Para ahondar en esta fascinación, y convertirla en una reflexión universal exenta de fáciles moralinas, es capital el delicado y sensorial trabajo de los dos actores protagonistas: Daniela Marín Navarro y Reinaldo Amien Gutiérrez, ambos premiados en el festival de Locarno.
La película coquetea con la incorrección política y siembra el relato de matices y claroscuros no siempre habituales en este tipo de producciones, al mostrar al padre como un hombre agresivo y a la vez tierno, y especialmente cuando refleja la relación sexual de la joven protagonista con uno de los amigos de éste, dando lugar a alguno de los momentos más audaces, y al mismo tiempo criticados, del conjunto.
Nunca complaciente, compleja y firmemente madura en la capacidad de no mostrar salidas ni conclusiones de palo, la película huye del cliché ofreciendo un duro retrato de la clase media y mostrando siempre una violencia soterrada que se contrapone constantemente con la magnética poesía de sus imágenes y de sus desarraigados protagonistas.
El retrato crece constantemente a base de profundizar en tabúes y contradicciones, sembrando dudas y enigmas en una narración pedregosa pero manejada con mano férrea. Sus numerosos hallazgos y su despeinado naturalismo la acercan a películas recientes como la chilena 'Tarde para morir joven' (2018) de Dominga Sotomayor o la colombiana 'La jauría' (2022) de Andrés Ramírez Pulido, todo ello regido por el magisterio de la incontestable Lucrecia Martel, faro de tantos cineastas contemporáneos.
'Tengo sueños eléctricos': toxicidad amorosa
Sacudida por esa misma electricidad que contamina y ensucia cada fotograma, la película de Maurel desborda sus latitudes y se acerca a otros retratos familiares que describen relaciones basadas en la tensión y la adicción al apego.
Francesas, como 'El soplo al corazón' (1971); italianas, como 'La luna' (1979); norteamericanas, como 'The diary of a teenage girl' (2015); o españolas, como 'La hija de un ladrón' (2019). Y, entretanto, desmitifica y pone en entredicho el mundo impostado de la poesía de salón que hace unas cuantas décadas elevaron películas tan discutibles como la saga 'El lado oscuro del corazón' (1992/ 2001) del argentino Eliseo Subiela.
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