Se estrena este viernes ‘Tenemos que hablar de Kevin’ (‘We Need to Talk About Kevin’, 2011), el drama de Lynne Ramsay, ganador en el BFI London Film Festival, que reproduce los hechos extraídos del libro de Lionel Shriver. El Kevin del título es el hijo de los protagonistas, interpretados por Tilda Swinton y John C. Reilly, un niño problemático y difícil desde sus primeros años, que supondrá un desafío para ambos, aunque especialmente para ella, una madre entregada, pero superada, que no será capaz de imaginar hasta dónde puede llegar el mal comportamiento de su hijo.
El aspecto estético está muy cuidado, dando como resultado una espléndida fotografía y una composición de planos que no puede pasar inadvertida. La constante del color rojo –que comienza en España en una fiesta popular retratada como si se tratase de una masacre– sirve a la realizadora como un leit motiv muy relacionado con todos los temas que aborda la cinta: amor, muerte. La inquietante banda sonora de Jonny Greenwood tiñe de dramatismo escenas en las que no habríamos leído tanto contenido. Algunas de las canciones, por ejemplo la famosa ‘Last Christmas’ de Wham, algunas Country o la alegre ‘Everyday’, de Buddy Holly… están escogidas para contrastar, en lugar de enfatizar, los sentimientos de la película o quizá para servir de alivio durante la contemplación de situaciones demasiado exasperantes.
Para muchos espectadores, sobre todo para aquellos a quienes les quede muy lejano el drama de la paternidad, el interés radicará en la interpretación magistral, entregada y completa de Tilda Swinton, una actriz de la que no podemos esperar otra cosa, plena de fuerza y de vulnerabilidad y dotada de un físico que ya está gritando carisma. Los actores que van interpretando a Kevin en sus diferentes edades y que culminan en Ezra Miller, ese ser andrógino de belleza tan extrema como inquietante, interpretan en un registro que empieza a abandonar el realismo del drama para rozar los matices del terror. C. Reilly está perfecto en el papel de una persona egoísta y acomodaticia, que apenas supone nada ni como marido ni como padre. Aunque la presencia del actor es muy reducida en comparación con la de los otros protagonistas, su mínima intervención tiene mucho peso sobre los sucesos.
La decisión narrativa principal que ha tomado la autora se justifica en el propósito de aportar intriga a un relato que se habría limitado a extraer emociones como la indignación o la tristeza. Para ello utiliza el recurso, más habitual en los thrillers, de reservarse hasta el último momento la revelación de unos hechos que ya han ocurrido. Este ardid suele ser ingenioso y estar bien empleado cuando esa falta de información se debe a algo y los propios personajes son quienes van llegando a los descubrimientos. Pero aquí se introduce de forma caprichosa, ya que no obedece a nada, no hay nadie que lo esté conociendo: se nos dosifica solo a nosotros, los espectadores. Por ello, se podría decir que hay algo de tramposo en este paralelo en el que lo más contundente se deja para el final. Lo peor no es la gratuidad de la táctica, sino que lo cierto es que no habría hecho falta, ya que la situación es tan intensa como para valerse por sí sola, renunciando a la intriga y, al mismo tiempo, ese desenlace es fácil de prever.
La maldad puede ser innata
‘Tenemos que hablar de Kevin’ cuestiona esa inocencia innata que se le presupone a cualquier persona y nos viene a decir que lejos de influencias externas, educación, falta de cariño o comprensión, hay personas que pueden ser malas por naturaleza o, al menos, estar trastornadas desde su nacimiento. La película analiza la negación. Ninguna persona quiere creer que su hijo sea así, nadie acepta que un niño pueda albergar maldad. Este autoengaño se produce en ambos progenitores, pero más aún en el padre, a quien el hijo manipula para que crea que es bueno y que todo son imaginaciones de la madre. El marido no llega a dar crédito a su pareja en ningún momento, ni se pone de su parte. No llega siquiera a cuestionar esa posibilidad, ya que es mucho más cómodo aferrarse lo bonito y lo fácil. Esta falta de comprensión o apoyo en el cónyuge, que apenas se recalca, aunque no pueda obviarse, es uno de los más interesantes estudios de la obra.
No nos encontramos ante una crítica hacia la paternidad mal desempeñada o hacia las negligencias parentales. No muestra a una madre que dedica el tiempo a su trabajo, cosa que han hecho siempre los padres y que ahora se cuestiona cuando son las mujeres las que compaginan ambas cosas. El personaje de Swinton se entrega por completo a la educación y crianza, dándolo todo, dejándose la piel, la autoestima y el orgullo, para resultar comprensiva y cariñosa. Queda claro que, teniéndolo todo, el niño ha nacido malo. Mientras la película no acusa a la madre, muestra cómo la sociedad sí lo hace. Si de algo tiene culpa Eva es de no haber sido más severa o más drástica o de precisamente no haber dejado la educación en manos de otras personas, más expertas en ese tipo de problemas.
Al presentar una maldad innata que hasta ahora nunca se había aceptado, ‘Tenemos que hablar de Kevin’, nos recuerda a clásicos del género de miedo, como los que componen la saga de ‘La profecía’, en las que Damien era una encarnación del demonio. No sé si casual o voluntariamente, los niños que ponen rostro a Kevin se dan un aire con el actor que representaba a aquel chaval diabólico. Así, este drama se convierte en una cinta de terror psicológico, que echa manos de recursos del trhiller.
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