Hasta ayer no tenía ni la más remota idea de quién era Tamara Falcó. Tampoco me estaba perdiendo gran cosa, por lo visto: su modo de vida aspiracional, ostentoso y apartado de la realidad no tiene ningún interés per se para el espectador apartado del famoseo y el cotilleo. Pero el docureality de Netflix añade algo más a esta vida de supuesto ensueño: un tono irónico que mira con distancia a la hija de Isabel Preysler y ridiculiza su rutina sin que ella pueda hacer nada por evitarlo.
¿Quién quiere casarse con Tamara?
En 'Tamara Falcó: La marquesa' hay dos nombres propios que marcan el devenir de los episodios: uno da nombre a la serie. El otro es el de Juan Pablo Cofré, que en su día fue productor del programa que cambió la televisión española para siempre (le pese a quien le pese): '¿Quién quiere casarse con mi hijo?'.
El programa presentado por Luján Argüelles, confundido normalmente con telebasura por quien nunca se acercó a él, fue una auténtica revolución en los realities cuyos efectos se notan hasta nuestros días. El contenido dejaba de ser relevante: a nadie le importaban las citas o con quién se quedaba cada cual. Lo verdaderamente importante era el continente, la manera en la que estaba narrado, el montaje, los running gags. Su cast era perfecto y los chistes se sucedían semana tras semana de la manera más natural, acompañados de los efectos de sonido más imposibles.
Obviamente no han podido ir tan lejos en el reality de Netflix, pero tampoco hacen falta. Sin ir más lejos, sus primeros minutos ya dejan claro que este no va a ser un programa erigido a mayor gloria de Tamara Falcó: con la excusa de montar un restaurante, los seis episodios diseccionan la vida absolutamente irreal de una persona que no conoce la palabra "pobreza" y cuyo mayor problema a lo largo de la serie es quitar unas goteras de la mansión que acaba de heredar como marquesa de Griñón. La serie no lo tiene difícil: basta con poner un espejo delante de su vida para reflejar que donde ella quiere mostrar lujo y oropel realmente solo hay un decorado con camino a absolutamente nada.
Mami Preysler
"En vez de salir por las noches, tomarme siete copas o nosequé, lo que me apetecía era quedarme en casa rezando el Rosario": nada más empezar, la primera carcajada a costa de Tamara Falcó. 'La Marquesa' no tiene piedad con ella, y se lanza a dentelladas mientras mira a cámara y se siente como Jim en 'The Office'. Desfiles de Carolina Herrera, viajes a París y a Nueva York, desayunos hablando de naderías con su novio: un envoltorio precioso para una vida encarrilada hacia el absurdo del vacío.
Hay una anécdota que cuenta en una tienda durante el segundo episodio que es bastante esclarecedora del devenir de la vida de Tamara Falcó: la primera vez que fueron al Partenón, le dijeron "Tamara, ten cuidado, porque estas piedras llevan aquí 4000 años, ¿sabes? No vas a llegar tú y de repente, ¿sabes? Romperlas". Después de contar el chascarrillo, ante la risa de Isabel Preysler, dice, resignada, como quien ha contado el gran éxito que siempre tiene que contar en reuniones familiares, "Bueno, ya hemos contado esa historia fabulosa de mi infancia" frente la incrédula mirada de la vendedora. No hacen falta efectos especiales ni música divertida: Tamara Falcó es la mejor parodia posible de Tamara Falcó.
Hay quien puede confundir la vida de la influencer y cocinera con un cuento de hadas, pero nada más lejos de la realidad. Su relación con un empresario es un absoluto desastre en ciernes donde él queda retratado como el clásico pijo madrileño cuya vida es el dinero y el gimnasio ("El ciclo de la vida: comer, quemar, dormir, comer, quemar, dormir") y cuyas conversaciones están carentes de emoción, pasión, vitalidad o, por qué no decirlo, humanidad. Eso no impide que gran parte del documental vaya sobre buscar vestidos de novia o pensar en tener hijos, claro. Hay que dar carnaza a los medios del corazón.
La comedia de la realidad
Pero hay algo que ha hecho muy bien Tamara Falcó (o su equipo): vender esta docuserie a Netflix y colarles un anuncio encubierto de su restaurante pop-up, que abrió el mismo día del estreno. No niego su calidad como cocinera: ha estudiado en Le Cordon Bleu y ganó 'Masterchef Celebrity 4' y realmente sus platos tienen buena pinta, pero ha conseguido que el hilo narrativo de la serie sean los problemas, y la posterior apertura, de su propio restaurante de élite, donde ella es el centro de todo. Como si, en vez de ser una influencer, fuera la propietaria del Bulli..
No es novedad, porque si algo nos demuestra 'La marquesa' es que el centro del universo de Tamara Falcó no es su novio, su mami, su cocina o su fe: es Tamara Falcó. Siempre ha tenido todo lo que ha querido, le ha salido todo bien y su mayor problema ha sido encontrar novio y llevarse bien con los paparazzi. La serie es hilarante, sí, pero a costa de una persona que no sabe (ni quiere saber) lo que es un problema real.
'Tamara Falcó: La Marquesa' tiene un montaje sutil pero descacharrante (ojo al montaje paralelo de Vargas Llosa leyendo con las Preysler yendo de compras) y, al contrario que '¿Quién quiere casarse con mi hijo?' no necesita tirar de efectos sonoros o running gags. Cada escena parece sacada de un sketch sobre un personaje tan ajeno a la vida real que su mera existencia ya parece un chiste. Y solo por eso ya merece la pena echar un vistazo a este producto a menor gloria de la marquesa de Griñón.
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