-Las cosas malas suceden, pero podemos seguir viviendo
A falta de un buen DeLorean a mano, creo que una de las mejores máquinas del tiempo que existen es el Cine. El séptimo arte nos ha llevado a infinidad de rincones del planeta en infinidad de momentos históricos, a vivir mil y una historias. En un momento uno puede viajar al lejano Oeste, perderse en la maravillosa gama de grises del mejor cine negro, o acompañar a pilotos interestelares en lejanas galaxias. Se le puede dar una vuelta de tuerca, y ahora, con tanto ejercicio de revisionismo, podemos viajar ya no a épocas concretas de la historia, sino a épocas cinematográficas. El homenaje cinéfilo como forma de narración es, sin duda, arriesgado, pero J.J. Abrams ha salido airoso de un proyecto de lo más atractivo: trasladar la magia de Amblin —productora de Spielberg que nos regaló inolvidables producciones en los 80—a nuestros días, tan empapados de lenguaje televisivo, algo que el creador de ‘Lost’ conoce muy bien.
Resulta curioso que una de aquellas películas sea precisamente la estupenda ‘Regreso al futuro’ (‘Back to the Future’, Robert Zemeckis, 1985). Abrams se ha convertido en el Doctor Emmet Brown, y nos ha llevado hacia a aquellos años en los que películas como ‘E.T.’ (id, Steven Spielberg, 1982) o ‘Los Goonies’ (‘The Goonies’, Richard Donner, 1985) alimentaban nuestros sueños infantiles. Pero al igual que os comentaba hace poco al respecto de que una película como ‘El origen del planeta de los simios’ (‘Rise of the Planet of the Apes’, Rupert Wyatt, 2011) no era lo suficientemente valorada debido a su condición de blockbuster, con ‘Super 8’ (id, J.J. Abrams 2011) pasa algo parecido. Su aspecto de refrito parece impedir su justa valoración. Creo que la película va mucho más allá, y desvela a Abrams como uno de los más eficientes narradores de la actualidad, alguien que nos ha devuelto la capacidad de soñar viendo una película, algo que a día de hoy parece haberse perdido.
La acción nos traslada al verano de 1979, en el que un grupo de chicos que están filmando una película casera, son testigos de un espectacular accidente de tren, tras el cual empiezan a suceder cosas muy extrañas en el pueblo. Los chavales, aficionados al cine de terror, deciden investigar por su cuenta lo sucedido. Una premisa que nos lleva de viaje por el mismo centro de la aventura, aquella que aún siendo niños y justo antes de convertirnos en adultos, hemos soñado todos alguna vez, tal vez influenciados por aquel Spielberg ochentero. Un viaje también por la inocencia, la amistad, el amor, el perdón, y sobre todas las cosas la aceptación final de la pérdida como inquebrantable paso hacia la madurez. Todo por el filtro de un inspirado J.J. Abrams, que demuestra como nadie que una vez también fue niño, soñó, y aún lo sigue haciendo. El mayor logro ha sido hacernos cómplices de sus recuerdos. Imagino a Spielberg leyendo por primera vez el libreto de Abrams, y recordando que una vez, hace ya mucho tiempo, hacía ese tipo de cine. Los imagino a ambos, como un binomio perfecto, hurgando en la memoria de toda una generación, o varias.
Hay una frase en esa obra maestra de Sam Peckinpah titulada ‘Grupo salvaje’ (‘The Wild Bunch’, 1969) que reza que todos queremos volver a ser niños, incluso los peores de nosotros, esos si cabe todavía más. ‘Super 8’ nos da la posibilidad de volver a aquellos años, no de una forma física evidentemente, pero sí de una forma emocional que pocos realizadores actuales son capaces de afrontar. La mirada de un niño, con su inocencia y curiosidad, es una mirada que no debe perder cualquier artista, y J.J. Abrams se revela como tal, ya no sólo por devolvernos una magia que muchos creíamos perdida, sino por saber adaptarse a estos nuevos tiempos, cada vez más cambiantes, más frágiles, e incluso peligrosos. Su gran acierto ha sido recordarnos que no debemos olvidar de dónde venimos, qué fuimos, y al mismo tiempo invitarnos a deshacernos de toda nuestra carga para poder seguir hacia delante. Como la buena ciencia ficción, una aventura sin igual para hablar sobre los valores humanos.
A Abrams le bastan tres planos para introducir al espectador en el drama personal del protagonista. El primero, con el que da comienzo la película, nos informa de un accidente laboral en una fábrica, música de Michael Giacchino mediante —su partitura recuerda más a lo que compuso para la serie ‘Lost’ que a las partituras de John Williams—, cambio de plano a un niño, Joe Lamb —sorprendente Joel Courtney—, vestido para un funeral mientras se aferra a un colgante sentado en un columpio del jardín de su casa; la cámara, de una sobriedad pasmosa, enfoca a una pareja de amigos de la familia, que hablando nos informan de la relación entre Joe y su padre. El drama familiar está servido, y a partir de ahí da comienzo la aventura, mientras poco a poco pero sin demora, los demás personajes centrales, una especie de Goonies, se van perfilando. El primer punto de inflexión se produce en el megaespectacular accidente de tren, el único instante en el que creo que a Abrams se le va la mano. Aún así, esa escena es toda una lección para personajes como Michael Bay o Roland Emmerich, no sólo por cómo está filmada, sino por su utilización en la acción del film.
Militares en escena —retratados poco menos que como estúpidos—, desapariciones misteriosas, algo parecido a unos cubos de rubik —ingenioso detalle de guión, que llama la atención enseguida ¿pues quién se resiste a querer saber más con un objeto tan reconocido?—, una presencia amenazadora, y poco más son los elementos que necesita Abrams para crear el suficiente suspense. Y va más allá cuando nos ofrece dos set pieces tan increíbles como la de la gasolinera o la del ataque al autobús, auténticos prodigios de ritmo y planificación, deudoras del Spielberg de ‘Tiburón’ (‘Jaws’, 1975). A ello hay que sumar el sentido homenaje que se realiza en su segunda mitad a las monsters movies de los años 50, de las que sigue prácticamente el mismo esquema. Aventura y drama personal se mezclan a partir del instante de la confesión de Alice —excelente Elle Fanning, mejor actriz que su hermana—, una de las vitales secuencias del film, en la que Abrams usa el flashback a modo de proyección cinematográfica. Llama la atención la forma en la que el director conduce las dos investigaciones, por un lado la de Joe y sus amigos, y por otro la de su padre (efectivo Kyle Chandler, cuyo rol recuerda al Jack de ‘Lost’, incluso se llama igual), ayudante del sheriff, como evidente metáfora de la relaciones entre padres e hijos; distintos caminos, un fin común.
‘Super 8’ es uno de esos grandes espectáculos bien entendidos, y en los que al igual que en el citado trabajo de Rubert Wyatt, los efectos visuales están al servicio de la historia, sin ahogarla en ningún momento. Personajes carismáticos la mayoría de ellos, un poco de humor —no demasiado, pues Abrams no está filmando ‘Paul’ (id, Greg Mottola, 2011), otra carta de amor a Spielberg con similares intenciones—, acción y mucha emoción. Los ingredientes básicos de toda producción Amblin en aquellos maravillosos años, y de cualquier buena película que se precie de serlo. El excelente mcguffin —el alien— sirve a Abrams para volver sobre su tema predilecto: dejar las cosas ir, enfrentarse a los grandes problemas de la vida y elegir uno de los dos únicos caminos posibles, morir o vivir. Pero para seguir viviendo hay que aceptar la tragedia y liberarse, comprender que ciertas cosas ya no volverán y que su recuerdo no tiene por qué amargarnos la existencia.
Una nave espacial surca los cielos de regreso a su hogar. Para despegar necesitó algunos de los recuerdos de mucha gente, incluido un colgante, preciado nexo de unión entre un hijo y su madre muerta. Cada vez que mire los cielos, Joe Lamb tendrá esa indescriptible sensación de haber ayudado a hacer lo correcto, de dejar ir a un visitante a disgusto con la estupidez humana —muy bien reflejada en la ensalada de tiros y explosiones finales en el pueblo—, de liberarle, porque ese día él también se liberó, dejando ir a su madre. Giacchino vuelve a hurgar en nuestras glándulas lacrimales y yo me dispongo a verla por cuarta vez.
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