‘Sólo los amantes sobreviven’ (‘Only Lovers Left Alive’, Jim Jarmusch, 2013) es una película que mi compañero Juanlu denomina como la película de vampiros definitiva, algo a lo que mi compañera Lucía no lleva la contraria. Pues yo sí. Primero, Juanlu ya está acostumbrado, y segundo, no estoy de acuerdo, y sí, con ambas impresiones del último film del que Wim Wenders define como “Jim, el último de los independientes”, y en el cual el director, cuyo aspecto es parecido al de Tom Hiddleston en el film, parece hablar de sí mismo utilizando el universo vampírico como excusa.
Es Jarmusch un director que se ha acercado a géneros y subgéneros para intentar reinventarlos, o, repito, utilizarlos como excusa. El western, el Film Noir, o el cine de samuráis han pasado por el peculiar filtro del cineasta que personalmente siempre me ha dividido, pareciéndome genial a veces —‘Noche en la tierra’ (‘Night on Earth’, 1991) me sigue pareciendo su mejor película— o directamente insoportable —‘Flores rotas’ (‘Broken Flowers’, 2005)—. Al igual que su cine ‘Sólo los amantes sobreviven’ me divide.
El mundo que gira
(From here to the end, Spoilers) Un disco, que vemos en plano cenital, gira y gira, y ahí se corta a los dos personajes centrales, unos muy entregados Tom Hiddleston y Tilda Swinton —en otra de sus extrañas composiciones— que también giran y giran mientras Jarmusch los mantiene, por separado, en lo que parece un plano/contraplano. Son vampiros que llevan siglos y siglos caminando sobre la Tierra, ocultos, cansados de una existencia aburrida en la que han visto cómo el ser humano ha echado a perder prácticamente todo.
Sólo el valor del arte en sí, la música underground, extrema, difícil, o la literatura, amontonada sin orden sobre escaleras y rincones, parece despertar cierto interés. Adam y Eve —sin duda el elemento más pretencioso del guión, los nombres— desprecian al ser humano, tildándolo de patoso e ignorante. Adán les llama zombies, punto que particularmente me parece excelente. Los vivos no nos enteramos de nada, y los muertos aprecian más las riquezas de un mundo que parece en decadencia, autodestruyéndose.
Me rechina, y mucho, el tono pseudofilosófico del film, con ese ritmo lento, exasperante, eterno, como las vidas de los protagonistas, que parece no ir a ningún lado, y esas reflexiones de baratillo salidas de la boca de John Hurt —salvo una: “Humildad, con eso no vas a ningún lado”—, otro vampiro secular, coetáneo de Shakespeare, morador en un Tánger abocado a la oscuridad, como el resto del planeta. Pero Jarmusch es así, gustoso de sí mismo. O lo aceptas, o no.
Decadente romanticismo
Pero por otro lado, miro el reloj y descubro que el aburrimiento no ha hecho mella en un servidor. Quizá sea ese aire romántico, afortunadamente muy alejado de tonterías vampíricas recientes, o la descripción de ese extraño matrimonio, que vive separado, figuras condenadas a una eternidad que saborean y disfrutan con todo el tiempo del mundo, testigos de los cambios de la humanidad, de lo cíclico que resulta todo, de la cantidad de veces que hay que renovarse, o adaptarse a los cambios, aun cuando el film enfrenta lo viejo con lo nuevo. Un disco de vinilo, un violín, libros, un iPhone…
Son Adam y Eve vampiros en crisis, ocultos en su propia inmortalidad, que saborean sangre de la buena como si se tratase de una potente droga —sin duda, los mejores instantes de la película—, y tomar de la mala es condenarse. Hiddleston y Swinton prestan sus peculiares físicos a esos seres cansados, a veces muy decepcionados, pero entregados al girar del mundo, como ese disco del inicio.
Su poder es la sangre, y su experiencia les hace ver lo que vendrá, el mundo les ha indicado que todo se repetirá. Hablan del agua como motivo de lucha, elemento verdaderamente terrorífico en el casi elegíaco final, con ese acercamiento a una cámara que simula ser nosotros los espectadores, el hombre que, como siempre, se dará cuenta del peligro demasiado tarde. O dicho de otra forma, el propio Jarmusch, cansado, advierte de la decadencia del propio cine.
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