Con sus casi 230 millones de dólares de recaudación, 'Señales' ('Signs', 2002) se había convertido en la segunda cinta más taquillera de las propuestas que M. Night Shyamalan nos había hecho llegar hasta entonces —y lo sigue siendo a día de hoy, trece años después de su estreno. Menos polarizada que con respecto a 'El protegido' ('Unbreakable', 2000), la actitud favorable de la crítica servía en parte para acallar las voces que continuaban exigiendo del cineasta otra producción que rescatara para sí el éxito y la capacidad para la sorpresa de 'El sexto sentido' ('The Sixth Sense', 1999). Pero los intereses del realizador iban a continuar el esfuerzo de apartarse de dicho camino.
Tanto es así, que resulta interesante observar como esa marca de fábrica del cine de Shyamalan que era el giro final adquiere en 'El bosque' ('The Village', 2004), de similar manera a cómo lo hacía en 'Señales', mucha menor relevancia que la que tenía en el tercer filme del cineasta, importando muchísimo más lo que se cuenta durante el transcurso del metraje que aquello con lo que la cinta trata de epatar al respetable. Y digo trata porque, sinceramente, creo que esta última intentona del estadounidense de dejar con la mandíbula caída al público —a partir de aquí sus filmes carecerán de tal recurso— es tan previsible como poco efectiva.
Ahora bien, como digo, creo que dejado atrás el "núcleo duro" de lo mejor que su cine ha sido capaz de ofrecer hasta el momento y abandonada la natural anticipación que comportaba el primer visionado de cada uno de los cinco filmes que conforman dicho núcleo, el foco de interés principal de los tres títulos previos al 'El bosque' y del que le seguirá en el tiempo descansa en la calidad de cómo se narra la historia, en el ingenio que Shyamalan pone en el discurso visual y, por supuesto, en disfrutar de la única constante de su filmografía que nunca ha defraudado tanto como ha llegado a hacerlo su cine, la música de James Newton Howard.
El giro que eran dos
Construída a modo de fábula aleccionadora sobre los tortuosos senderos por los que nos hace viajar la violencia y caracterizada mucho más por la desaforada historia de amor que sirve de corazón al avanzar de la trama, 'El bosque' resulta no obstante de una esperpéntica ridiculez cuando sobre lo que hay que dirimir es acerca de la fuerza de la sorpresa final que, poco a poco, se va dibujando desde el comienzo del filme. Una sorpresa que, rizando el rizo, se establece en dos revelaciones que giran en torno a la que sin duda es el mejor personaje de la cinta, la Ivy interpretada por una soberbia Bryce Dallas Howard.
De ambas sorpresas puede afirmarse lo mismo: que se ven venir a la legua y que es este hecho uno de los principales responsables de disminuir de forma más que ostensible la efectividad que arropa al resto de la trama. Tan amplia es dicha disminución, que todo el trabajo que Shyamalan se toma en construir la muy particular y enrarecida atmósfera que rodea al onírico pueblo en el que se sitúa la acción es primero tocado en su línea de flotación con aquello que atañe a las criaturas, y posteriormente obliterado por mor de una revelación anticlimática que juega aún más en contra que su predecesora en que las sensaciones finales que se desprenden de 'El bosque' rocen el sobresaliente al que podrían haber accedido.
En esa misma dirección trabaja además un personaje cuyo único protagonismo bien podría haberse trasvasado a otro, redundando su eliminación en favor de evitar que, a cada intervención, a uno le den ganas de abandonar el visionado de la cinta. Me refiero, cómo no, a esa baza imprevisible que es el Noah de Adrien Brody. Puesto ahí no se sabe muy bien con qué intención, el no haber tenido las luces de prescindir de él demuestra aquí aquello que apuntábamos hace unos días; el que, llegado el momento, los guiones de Shyamalan iban a comenzar a hacer gradual agua por frentes cada vez más incontrolados. Obviamente, 'El bosque' es ese momento.
'El bosque', el síndrome "Twilight Zone"
Cuando terminó aquella primera proyección hace once años y comencé a comentar la película con el grupo de amigos con el que acudí a verla, mis primeros comentarios apuntaron a algo que el tiempo y las revisiones no han hecho más que aumentar: que la idea que Shyamalan desarrolla aquí habría funcionado a la perfección como un capítulo de la mítica 'Dimensión desconocida' ('The Twilight Zone', 1959-1964) pero que, llevada hasta los ciento y poco minutos de duración, la sensación que dejaba la cinta era la de haber estirado en exceso lo que podría haberse contado en la mitad de tiempo.
Bien es cierto que dicha afirmación entra en contraposición directa con la apreciación de la que me parece una de las mejores cualidades del filme, su ritmo y el mimo con el que Shyamalan, como solía ser habitual en él, construye el fantástico mundo en el que coloca a sus personajes; pero que a la eliminación de la trama argumental de Noah se podría haber sumado lo que respecta al estúpido personaje de la hermana de Ivy, o lo reiterado de la amenaza de las criaturas —con una sola vez ya nos hacíamos una idea de lo que atemoriza a los habitantes del pueblo— es algo que, como digo, sucesivos repasos de la cinta no han hecho más que corroborar.
En ese ignorado esfuerzo de acotación, una reducción de la amplitud coral de la cinta también habría apoyado el que lo que de ella ya funciona a las mil maravillas lo hubiera hecho a la perfección. Me refiero, cómo no, a la historia de amor entre Lucius y Ivy y lo espectacular de la definición que a ella dan Joaquin Phoenix y Dallas Howard: personajes contrapuestos como queda patentado en la escena que ambos comparten en el porche de la casa de ella, es en otro momento de la cinta donde, sin palabras y a través del espectacular maridaje que se da entre música e imagen, donde Shyamalan demuestra que, cuando así lo quiere, toca con las dos manos la GENIALIDAD.
El amor todo lo puede
Ivy, ciega, tiende la mano al vacío de la noche mientras las criaturas ataviadas de rojo atacan el pueblo. Confía en que Lucius, que no se ha refugiado en ninguna casa, la vea y la rescate a tiempo. La cámara se ralentiza, la sección de cuerdas de la orquesta se queda sola arrancando a los violines evocadoras notas que puntualizan el pequeño ballet que Shyamalan construye en menos de medio minuto. El piano entra después para rematar el momento. Hipnotizados por el montaje, asistimos a la confirmación plena de que entre Lucius y Ivy sobran las muchas palabras mediante las que ella suele expresarse. El director nos ha regalado uno de los instantes más potentes de toda su filmografía.
Acaso ahogada entre el resto de mensajes y direcciones en los que se mueve la trama, que 'El bosque' es la historia de amor más convencional rodada por Shyamalan —entendiendo convencional en el sentido de amor romántico entre dos personas de sexo opuesto— es tan obvio como el hecho de que lo mejor que ofrece el filme aparece cuando la atención se centra en cualquiera de los dos miembros de tan curiosa relación. De hecho, apuntaría como la otra gran escena de la producción a aquella que, de nuevo, Newton Howard puntualiza con brillantez: esa en la que Ivy recorre el camino de grava esperanzada de encontrar la ayuda que tanto precisa.
Ambas son portentosas, de eso no cabe duda, pero junto a otros instantes dispersos no constituyen el apoyo suficiente para respaldar una calificación del filme que supere el mero notable: Shyamalan pierde el control de lo que quiere contar en no pocas ocasiones, y aunque la belleza plástica de la cinta sea innegable —atención a la fotografía de Roger Deakins— y veamos aquí y allá al cineasta que nos dejó boquiabiertos con sus anteriores producciones, comienza a atisbarse en 'El bosque' un empobrecimiento de formas que, a la luz de sus posteriores filmes, lleva más de una década siendo irreversible.
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