A pesar de que, en su momento, tuve mis reticencias a la hora de admitir la veracidad de esta máxima, cuando estamos a punto de cumplir el primer cuarto del siglo XXI es más que evidente que, salvo honrosas excepciones a las que mirar casi como si fuesen milagros, todas las historias que puedan plantearse en un largometraje se han contado con anterioridad de un modo u otro.
Por suerte, esta realidad no afecta en absoluto a la calidad potencial de una producción. Después de todo, la premisa de una película supone tan solo su base. Unos cimientos cuya resistencia se ha probado en infinidad de ocasiones previamente y sobre los que construye lo verdaderamente importante: las variaciones narrativas, formales y estilísticas que permiten que tramas más que conocidas continúen fascinándonos.
Lo nuevo de la directora Rose Glass demuestra a la perfección esta capacidad de reinvención dentro de los lugares comunes del cine. Está claro que en pleno 2024 es harto complicado innovar en términos argumentales, y el relato de venganza de 'Sangre en los labios' —'Love Lies Bleeding'—, además de ser arquetípico es tremenda familiar. Lo bueno, y lo que lo hace brillar, es que muy pocas veces se ha trasladado a la pantalla de una forma tan especial, libre de ataduras y única en su especie.
Lo de siempre, como nunca
Definir esta maravillosa locura en una sola frase, además de ser tremendamente complicado, no haría justicia alguna a su singularidad. De tener que intentarlo, podríamos etiquetar sus 105 minutos de metraje como un thriller de venganza en clave LGTB con espíritu neo-noir sexy, violentísimo, rematadamente turbio y con un sentido del humor tan peculiar y retorcido como su atmósfera con aroma a sudor, sangre y polvo.
Mientras que otras producciones suelen despuntar gracias a un elemento concreto —dos a lo sumo— que destaca sobre los demás, 'Sangre en los labios' se alza como un cúmulo de grandes aciertos que se traducen en una experiencia imprescindible para los amantes del cine de género actual y que comienzan por la dirección y puesta en escena de Glass, que se reafirma como uno de los grandes nombres a seguir con lupa tras su interesantísimo debut 'Saint Maud'.
Además de con un tratamiento de cámara preciso y con una sobriedad que contrasta con el tono desquiciado que envuelve el largo, la cineasta acierta de pleno al descartar una narración a fuego lento, habitual entre cintas congéneres, para ahorrarse contenciones de ningún tipo desde el minuto uno y brindar una colección de imágenes de impacto y giros inesperados de los acontecimientos frente a los que permanecer clavado en la butaca de principio a fin.
Esta sensación de imprevisibilidad, en la que los arrebatos de violencia explícita, los momentos oníricos y las comicidad más incómoda y esperpéntica están a la orden del día no lo es todo, y se ve enriquecida hasta límites insospechados por un tratamiento formal alineado perfectamente con la narrativa; comenzando por la notable fotografía de Ben Fordesman y terminando por la banda sonora electrónica y casi ambiental de Clint Mansell, que gritan "años 80" a los cuatro vientos.
No obstante, pese a todas las bondades expuestas hasta el momento, este cóctel encuentra su mayor virtud en su colección de personajes. Es complicado ver 'Sangre en los labios' y a su compendio de protagonistas y secundarios —entre los que, como era de esperar, deslumbra el dúo protagonista interpretado por Kristen Stewart y Katy O'Brian— sin acordarse de los hermanos Coen más desatados y corrosivos y de sus creaciones tan grotescas como inevitablemente atractivas. Sin duda, el gran valor añadido de una de las grandes sorpresas de la temporada.
No me cabe ninguna duda de que 'Sangre en los labios' no será del gusto de todos los paladares, y el principal motivo —que, a su vez, la eleva—, es el modo en que se toma su sentido de la libertad al pie de la letra. La película es hortera, hipnótica, salvaje, rematadamente queer, imprevisible, excesiva y, simple y llanamente, una de los mejores estrenos que van a llegar a nuestros cines este curso cinematográfico. Y únicamente esto —como si fuera poco— compensa con creces que conozcamos a la perfección las bases sobre las que se edifica.
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