Hay libros que no admiten una adaptación cinematográfica que resultan dar películas que consiguen latir de forma propia, como ‘El proceso’ o ‘El almuerzo desnudo’, con sendas variaciones de Orson Welles y David Cronenberg, pero a veces la aventura queda en una rareza que demuestra por enésima vez las razones por las que ambos medios son felizmente distintos. Aquí, ‘Ruido de fondo’ (White Noise) de Don DeLillo, ha sido transformada para la pantalla por Noah Baumbach para Netflix, estrenándose en cines el 9 de diciembre y en la plataforma el 30.
Aunque en este caso, quizá el resultado anecdótico no es tanto efecto de una estructura difícil o incluso de los arriesgados cambios tonales que desconciertan entre distintos capítulos, sino una amplitud de conceptos, personajes y eventos demasiado vasta como para permitirse la gama de excentricidades sin recompensa que el director desparrama durante los 136 minutos de metraje, aunque toda la empresa, para bien o para mal, no deja de ser bastante fascinante.
La pandemia del miedo de la clase media
Después de los éxitos críticos de ‘The Meyerowitz Stories’ (2017) e ‘Historia de un matrimonio’ (Marriage Story, 2019), Baumbach hace gala de sus raíces mumblecore, tras su viaje por el cine prestigioso, sin renunciar a su presupuesto más alto hasta la fecha, la friolera de 80 millones de dólares, ampliando su discurso (aunque no mucho) desde las vidas de parejas de clase media o alta a la sociedad americana, lanzando un montón de ideas sobre comportamiento colectivo, fascismo, existencialismo y consumismo. Un lío.
‘Ruido de fondo’ comienza con una serie de accidentes automovilísticos que Murray Jay Siskind (Don Cheadle), un profesor universitario, está proyectando a sus alumnos con la idea de que la sociedad Norteamericana está tan fascinada por la violencia que ha conseguido convertirla en una forma de arte, perfeccionado en forma de golpes reales que son bellos por su precisión. Si las lecciones de escuela se han convertido en un cliché que nos da pistas sobre los temas centrales de las películas, aquí nunca acaba sin tener ningún tipo de conexión—siempre se pueden hacer cientos de retruécanos abstractos— con lo que llegaremos a ver luego.
Adam Driver interpreta a Jack Gladney, otro profesor cuya área de especialización son los "estudios de Hitler". Su mujer, Babette (Greta Gerwig), imparte clases de gimnasia para jubilados y comparte con su marido un profundo miedo a la muerte. Se pasan ratos debatiendo sobre quién debe morir primero, y así transcurre el primero de varios capítulos de la historia. En el segundo, el temor existencial de Jack adquiere una forma visible, un inminente "evento tóxico en el aire", y en el tercero, Jack descubre secretos sobre su familia que le llevan por un camino inesperado.
La guerra de los cien géneros
La recomendación de no leer demasiado sobre esta película podría venir bien si su cúmulo de situaciones insospechadas llevara a alguna sorpresa, pero dentro del planteamiento de incertidumbre que despliega, sus caminos serpenteantes no importan porque hasta cierto punto parece una especie de antología. La primera parte es una especie de película de familia suburbana weird que podría firmar Sam Mendes, se alarga y se alarga para presentarnos a sus personajes, pero no acaba de plantar demasiados cimientos para lo que viene.
La segunda transcurre en la línea de ‘El incidente’ (2008), una especie de relato apocalíptico de ciencia ficción con los mismos ingredientes que aquella, es decir, un tono entre comedia americana de los 80 con una familia americana de vacaciones y el cine de Spielberg, pero con el punto común con Shyamalan de contar con personajes absolutamente insoportables, en especial el interpretado por un Driver que empieza a empachar como muso de los directores caprichosos. La última, puede que la más centrada, parece un noir costumbrista de los Coen bastante conseguido.
Sin embargo, llegamos a ese último round desfogados tras unas aventuras de nubes tóxicas y el enésimo planteamiento de cine de fin del mundo de “no hacer cualquier cosa” —en este caso, no salgas del coche—que demuestra que hay que dejar descansar al género, por muchos lugares tranquilos que consigan taquillazos. Sin embargo, las ideas del texto de origen, sobre consumismo, la muerte, la simplificación de la información pública, quedan desdibujadas por la intención de Baumbach de conectar su historia con, oh no, nuestra vieja conocida pandemia covid.
Cine con urgencia de ser de culto
Nunca se menciona como tal, pero no se dejan de hacer comparaciones con una con algunas referencias tan oportunas como el uso de máscaras en interiores, la desconfianza en las agencias gubernamentales, las cuarentenas, el pánico en el supermercado y todas esas divertidas penurias que a nadie le apetece revivir ni en forma de sátira ni en forma de película de terror. No solo por pereza suprema, sino porque la mitad de esos pasajes quedan ya desincronizados en el tiempo, sin relevancia y viejuniles antes de salir.
Cuando se resuelve el conflicto principal, mucho más pequeño e irrelevante de lo que nos hace creer el nudo de ‘Ruido de fondo’, Baumbach parece desvelar que está haciendo una versión inversa de sus matrimoniadas previas, más optimista y amable, celebrándolo con una secuencia de baile de supermercado en los créditos finales muy vivaz y colorida, pero que resulta tan caprichosa y fallida como coartada de surrealismo pegote como todo lo demás, con el añadido de una canción que parece repetir su parte final a propósito para elongar al máximo la coreografía. Una escena final que resume el troleo del director hacia el espectador como tónica general.
Diálogos alargados de forma arbitraria, la constante sensación de ir hacia puntos de fuga narrativos que nunca se encuentran y una dispersión cuidadosamente extravagante y calculada que muestran a un autor bien consciente de su gamberrada, o bien incapaz de encontrar lucidez para destilar los elementos que le apasionan de su mimesis con Spielberg, Lynch o el Gilliam de ‘Miedo y asco en las Vegas’. Un chiste carísimo a costa de una cándida Netflix con la billetera dispuesta para un hit con ganas de pescar a intelectuales despistados, destinada a jugar una partida en el sótano de otros carísimos antojos de autor olvidados como ‘Estoy pensando en dejarlo’, ‘Mute’ o ‘Velvet Buzzsaw’, entre otras.
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