Si algo hace tan grande y único a un medio como el cinematográfico, esa es su habilidad para condensar y transmitir las más puras emociones de un modo prácticamente más intenso del que puede experimentarse en la realidad, reduciendo algo gigante a una mínima expresión o transformando una pequeña anécdota en la mayor de las odiseas tras, como en el caso de 'Roma', exprimir un vago recuerdo de la infancia para moldear un relato más grande que la vida misma.
Lograr algo así está en manos de muy pocos privilegiados, y eso es precisamente lo que ha conseguido un Alfonso Cuarón que tras triunfar en los Óscar con 'Gravity', se ha desmarcado radicalmente de su anterior trabajo dando forma a un largometraje más intenso, poderoso y espectacular que su epopeya espacial. Todo ello sin la necesidad de artificios digitales y efectismos varios; tan sólo con su talento innato tras la cámara y, sobre todo, con un alma difícil de ver en la inmensa mayoría de filmes estrenados durante los últimos años.
'Roma', más que una película, es un trozo de vida. Un pedazo del corazón de Cuarón en el que el mexicano, en un ejercicio prodigioso tanto en forma como en fondo, y combinando una nostalgia sincera, un gran componente reivindicativo, y una escala emocional tan deslumbrante como la amalgama de grises de su fotografía, que no teme en virar drásticamente de lo tierno a lo desgarrador, convierte en inesperada protagonista a una eterna secundaria en la vida real.
Una Cleo, objeto principal del filme y sin la cual 'Roma' no tendría razón de ser, cuyos tristes e inocentes ojos sirven de testigo para retratar el día a día de una familia acomodada en la Ciudad de México de principios de los setenta. Un hilo conductor incidental que sirve como excusa al director para capturar en pantalla una época, un escenario, un clima sociopolítico, unas texturas, una amalgama de memorias y un auténtico torbellino de sensaciones a flor de piel.
Al igual que su inusitada capacidad para transmitir, el estilo narrativo de 'Roma' resulta especialmente atípico. Una sucesión de escenas orgánica y natural de una cadencia suave, lenta y contemplativa que no parece entender de giros, actos dramáticos y puntos de inflexión y que sumerge al espectador en una suerte de universo casi onírico en el que parece no existir el paso del tiempo; haciendo de sus más de dos horas y cuarto de metraje un melancólico suspiro en el que desear perderse eternamente.
Nada de esto sería posible sin el genio de un Alfonso Cuarón que se reafirma de nuevo como uno de los grandes estandartes del séptimo arte contemporáneo tras firmar una pieza que podríamos englobar dentro de la poesía audiovisual. Un perfecto y delicado festín monocromo fotografiado por el mismo realizador con un lenguaje que combina clasicismo y modernidad, aunando virguerías técnicas con una espectacular austeridad coronada por los grandes planos generales y las panorámicas eternas como seña de identidad.
'Roma' no sólo es una de las mejores películas de la década; es un gigantesco milagro que ignora cualquier tipo de desvío para encontrar su camino directo al corazón. Una muestra de cine inmejorable, inigualable e irrepetible que nos invita a observar, juzgar y recordar junto a su artífice un breve pasaje de su existencia con la mayor autenticidad; lo cual, en los tiempos que corre, es algo impagable.
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