A Paul Verhoeven lo que siempre le ha interesado, según sus propias declaraciones, es la Historia. La Sci-fi, que sería el ejercicio opuesto a la Historia, porque significa mirar hacia el supuesto futuro en lugar de mirar hacia el supuesto pasado, le aburre hasta la médula. No deja de ser irónico en un director que ha filmado cuatro películas de ficción científica de las seis que ha hecho en Hollywood. La más impresionante de todas ellas, seguramente, ‘Robocop’ (id, 1987), que es su primera película íntegramente norteamericana, aunque ya había dirigido una hablada en inglés, la aventura medieval ‘Los señores del acero’ (‘Flesh+Blood’, 1985), una coproducción entre España, Holanda y Estados Unidos que fue su última película de época. La última hasta que volvió a su país natal y filmó la magistral ‘El libro negro’ (‘Zwartboek’, 2006), resarciéndose seguramente de no haber podido hacer ninguna película parecida en Estados Unidos, por mucho que algunos cinéfilos le agradezcamos el coraje que demostró en algunos proyectos.
Coraje ilimitado en el caso de ‘Robocop’, película de gran presupuesto y de grandes ambiciones comerciales que se erige en verdadero cine de autor. Cine con muchos efectos especiales, mucha acción y un gran deseo de impresionar y divertir al espectador, y que, sin embargo, es una de las más grandes películas norteamericanas de los ochenta. Como los grandes maestros de cuatro o cinco décadas atrás, que habían emigrado de Europa huyendo del nazismo o simplemente buscando mayores oportunidades en sus carreras, Verhoeven llegó a Hollywood, cogió un proyecto ajeno, que en un principio se sintió reacio a dirigir, y talló una joya que a día de hoy se mantiene tan joven y tan escalofriante como el día que se estrenó. Porque debajo de todo su aparato de gran espectáculo, de su condición de cine industrial, late uno de los filmes más escalofriantes, espeluznantes y estremecedores que ha dado el cine americano en las últimas décadas. Una extenuante peripecia emocional imposible de olvidar.
Los escombros del futuro
Cuentan que la principal inspiración, a la hora de diseñar el personaje y escribir el guión, le vino a Edward Neumeier después de ver la proverbial ‘Blade Runner’ (id, Ridley Scott, 1982), pero también de personajes de cómic como el Rom de la Marvel, al que añadió unas gotas de sabor manga y otras de gore. Sea como fuere, ‘Robocop’ nos traslada en un distópico y no muy lejano futuro de la ciudad de Detroit, en la que las calles son testigo diarios de tiroteos y matanzas, con los policías incapaces de mantener el orden civil, y con las grandes multinacionales pugnando por conseguir el control de la seguridad ciudadana. En muchos sentidos, ‘Robocop’ es un western con rascacielos de neón, y con un personaje central resucitado en busca de una venganza que, al mismo tiempo, le devuelva su mutilada humanidad. Pero debajo de todo ello obtenemos una salvaje parábola de un mundo que es el nuestro, y que se derrumba bajo la corrupción y la tecnología mal empleada.
El sustrato social que nos describe esta película nos estremece porque nos recuerda poderosamente al nuestro. Como con ‘Hijos de los hombres’ (‘Children of Men’, Alfonso Cuarón, 2006), sospechamos que los telediarios que machaconamente salen en la película (y que han sido copiados en infinidad de filmes posteriores) terminarán siendo los nuestros, y que el salvaje paisaje urbano en el que los mercenarios y los asesinos campan a sus anchas, terminará también siendo el nuestro. Verhoeven nos pinta un futuro más que incómodo, y lo hace dibujando una metrópoli muy parecida a cualquiera de las grandes actuales, sin forzar la imaginería futurista, salvo en los asépticos y gélidos edificios corporativos, cuyo lujo revela con mayor nitidez la corrupción y la miseria moral que habita en ellos. La excelente fotografía de Jost Vacano se encarga de crear un mundo sin apenas colorido, en el que lo metálico, ya sea impoluto u oxidado, es lo preponderante, rodeado de luces duras y frías, como en un eterno otoño, con la luz del sol casi desterrada.
El notable diseño de producción de William Sandell (‘Master & Commander’, ‘Pequeños guerreros’), junto a la dirección artística de Gayle Simon, es en gran parte responsable de que aún siendo una película de ciencia ficción de los años ochenta, no haya quedado casi anticuada, y de que visualmente mantenga prácticamente intacta toda su fuerza y su impacto. La sencillez de los decorados y la creatividad a la hora de hacerlos verosímiles, son un ejemplo de escenografía de gran calidad. Se trataba de hacer creíbles todo tipo de espacios: edificios inmensos y opulentos, tiendas de barrio, callejones arquetípicos, fábricas abandonadas, laberintos de autopistas, bloques siniestros de oficinas, el luminoso e idealizado hogar para siempre perdido… Pero todo ello no habría valido de nada sin un diseño de sonido poco menos que magistral, que nos hace sentir esos escombros futuros de forma aún mayor. Stephen Flick y John Pospisil se llevaron un Oscar especial por el montaje de sonido. No es para menos.
Los dolorosos recuerdos del monstruo
Aún hoy día, acostumbrados a títulos sangrientos, sorprenden el pasmoso salvajismo y la violencia gráfica de esta película, que comienza con la brutal muerte de un alto ejecutivo, acribillado por un enorme prototipo de droide en mal funcionamiento, hasta quedar reducido a poco menos que pulpa gelatinosa, y continúa con el sádico mutilamiento del policía James Murphy por parte de la que probablemente sea la panda de bandidos más abyecta y cruel que se ha visto en muchos años de cine. La gran mayoría de estas secuencias salvajes desaparecieron del montaje para Estados Unidos, después de recibir varias calificaciones x que comprometían su distribución en gran manera. Pero estas imágenes de muerte y desesperación, al contrario que en la muy inferior ‘Desafío total’ (‘Total Recall’, 1990) existen para mostrar una realidad escalofriante, y no para divertir al espectador con miembros y órganos destrozados en un producto palomitero. Sentimos una compasión inmensa por Murphy, una especie de mártir al que primero mutilan y luego utilizan para convertirlo en una suerte de super-policía invencible. Interpretado por el gran Peter Weller, este actor sabe dotar de una gran humanidad y nobleza a su personaje.
En un mundo en el que lo que importan son los beneficios económicos derivados de la necesidad de seguridad ciudadana, todo vale. Nos sentimos impotentes y arrasados viendo cómo cogen los despojos de Murphy a mayor gloria del estado de bienestar, del orden, de la autoridad. Se impone el fascismo sobre la frágil y mísera condición humana, que implora que la defiendan contra la barbarie, e importa poco que quizá Bob Morton (interpretado por Miguel Ferrer) tenga buenas intenciones además de intereses comerciales. El detonador, la chispa que encenderá la humanidad perdida de la máquina de orden y seguridad que ahora es James Murphy, será su antigua compañera (la maravillosa Nancy Allen), y poco a poco irá recordando, como un monstruo de Frankenstein hecho de pedazos y de remembranzas, lo que le hicieron, lo que perdió. La desgarradora secuencia en la que visita su antigua casa es aún más dolorosa por sus planos subjetivos, y por la verdad y la vida que se desprende de ellos.
Verhoeven filma con igual destreza y maestría los desoladores recuerdos y los momentos de fraternidad y amistad de la compañera, que las impresionantes secuencias de acción. Muchas de ellas, como el asalto a la fortaleza de los bandidos, el rescate de la muchacha, el tiroteo en la autopista, o la emboscada final, beben de las esencias más puras del western, en las que un pistolero solitario (que además desenfunda y vuelve a enfundar a la vieja usanza) se enfrenta a sus enemigos y sale victorioso aunque malherido. Todas estas secuencias están planificadas y montadas por un maestro del cine de acción, y duele verlas, al contrario de tanto producto trivial del género. Los actores que dan vida a los nauseabundos enemigos de Murphy, son un rosario de rostros inigualable: el genial Ronny Cox, que da vida al icono supremo de super-ejecutivo sin escrúpulos; el no menos genial Kurtwood Smith, jefe inhumano de los bandidos; Paul McCrane, Ray Wise... Sin ellos el climax final no hubiera sido tan desolador y tan potente. Una conclusión que pese a su apariencia de final feliz deja un poso de amargura innegable. ¿Qué será ahora de James Murphy?
Grandísimo cine
Lo decía el mismo Verhoeven: de sus seis películas en Estados Unidos, tres son formidables (‘Robocop’, ‘Instinto Básico’ y ‘Staship Troopers’), y las otros tres muy inferiores. No estoy por llevarle la contraria. En el caso de ‘Robocop’, su lúcida reflexión acerca de las ciudades del futuro y de las grandes multinacionales, su representación de la piedad y la ternura por parte de la compañera policía frente a la crueldad y la insensatez del mundo, el prodigioso maquillaje de Rob Bottin (que alcanza su cumbre una vez Murphy se quita el casco y la piel de su cara cubre la parte metálica de su cráneo…), la imponente música de Basil Poledouris, las sensacionales secuencias de acción, su crítica social y su desolador final hacen de ella una obra absolutamente redonda e incontestablemente maestra.