“Es una ficción, no un tratado de moral” – Marqués de Sade
No es sorprendente que muchos aficionados no conozcan ni de oídas el nombre y la figura cinematográfica de Philip Kaufman. Otros, como mucho, lo asociarán a unas pocas películas como la estimable ‘La invasión de los ultracuerpos’ (‘Invasion of the Body Snatchers’, 1978). No es sorprendente, porque nunca se ha tratado de un director destacado. Quizá algunos sí sepan que escribió la historia de ‘En busca del arca perdida’ (‘Raiders at the Lost Ark’, 1981) o el guión de ‘El fuera de la ley’ (‘The Outlaw Josey Wales’, 1976), o que fue de los pocos que acercaron al cine las figuras literarias de Henry Miller (en la piel de Fred Ward) o Anais Nïn (María de Medeiros) en ‘Henry & June’ (íd, 1990). Pero esto del cine, como hemos dicho algunas veces, es bastante extraño y sorprendente, y un buen día del año 2000 llega Philip Kaufman y dirige una película formidable, basada en una obra de teatro homónima, y se convierte en un director de gran talento. Nada está escrito de antemano en el arte. Aunque quizá sí, en el caso de algunos tipos únicos como Donatien Alphonse François de Sade.
Cuando uno se plantea, imagino, una versión cinematográfica de algún pasaje de la vida de Sade (supongo que nunca existirá un cineasta tan suicida como para intentar narrar toda su vida de un tirón…excepto a lo mejor en una serie) es fácil caer en la tentación de retratar los aspectos más superficiales y exagerados de su personalidad, lo que convertiría su procacidad, su rebeldía, su genio anárquico y ácrata, en un mero juego de provocaciones visuales y en los diálogos. Sin embargo, muy al contrario, Kaufman se decanta por un tratamiento mucho más interesante de la figura sadiana, repudia casi todo lo sádico, no se da facilidades a sí mismo, y se lanza a una aventura psicológica y anímica más que notable, que no es tan fácil de ver (al menos, en sus resortes más invisibles) como parece en un principio, y que, al fin y a la postre, es un sagaz y feroz retrato de la condición humana. La soledad, la conexión emocional, la libertad de expresión, el deseo sexual, el abuso de poder, la lucha contra la opresión. Todo eso y una fiera galería de personajes. Casi nada.
Kaufman y su magnífico equipo pudieron rodar en algunos de los parajes más bellos, y al mismo tiempo más oníricos e inquietantes, de toda Inglaterra, mientras se reconstruyó la legendaria cárcel de Charenton, gracias al esfuerzo escenográfico de Martin Childs. La cárcel, todos sus vericuetos, sus miles de detalles, sus claroscuros, su plasticidad, son un personaje más de la película, y de tantas secuencias, y tan intensas, que vamos a vivir en ella, terminaremos considerándola casi una parte de nuestro cuerpo, como si su luz y su degradada paleta de colores fueran al mismo tiempo expresión de los sentimientos y anhelos de los que allí habitan. Por su parte, Jacqueline West (por cierto, diseñadora de vestuario de las tres últimas películas de Terrence Malick), crea unos vestidos y unos trajes de una originalidad, una fuerza expresiva y un sentido decadente que es imposible no caer enamorado de su talento. Son dos baluartes en los que Kaufman sostiene su relato, pero también goza de un reparto de actores en estado de gracia.
No imagino un Sade mejor, más sutil y más ambiguo, que el interpretado por ese actor de genio que es Geoffrey Rush. La fusión entre actor y personaje es absoluta, hasta el punto de que es muy difícil imaginar al divino marqués sin el rostro del actor australiano. Sin caer jamás en la autocomplacencia, sin el más mínimo tic de actor, siempre a ras de suelo, el Sade de Rush es mezquino, brillante, manipulador, humanista, voraz, introvertido, provocador, sensible, divertido, locuaz, expresivo. Sin lugar a dudas, una de las interpretaciones de la carrera de este actor, y tiene muchas realmente soberbias. A su lado, no se ensombrecen, sino que le hacen brillar aún más, la presencia luminosa de una Kate Winslet guapísima, quizá más sensual que nunca; de un Joaquin Phoenix que quizá esté ante su papel menos fingido y más natural de todos, pues es un buen actor a menudo dado a darse facilidades a sí mismo; y un Michael Caine tan imperial como acostumbra, perfecto contrapunto a la presencia del marqués.
Ellos, y un grupo de secundarios sin la menor falla, dan vida al guión de Doug Wright basado en su propia pieza teatral. Y se trata de un guión en el que no existe ni una sola secuencia, ni un sólo diálogo, pulido con precisión. Nada sobra y nada falta en esta pequeña joya de arquitectura dramática que ejecuta un crescendo dramático magnífico, plagado de dobles sentidos y de ideas ingeniosas, cuando no malvadas (en la acepción más lúdica y placentera del término), hasta un clímax inolvidable que te deja literalmente agotado, aunque deseando más, como en un orgasmo pleno de cine. Durante dos horas hemos asistido a la crónica de las pasiones humanas reprimidas, y de otras exacerbadas, y nos hemos sentido identificados con cada pérdida, cada beso, cada mirada y cada sorpresa anárquica. Es esta una de esas películas silenciadas, por su relativo impacto en el imaginario cinéfilo, que de vez en cuando merece la pena que alguien las rescate, porque se merecen mayor prestigio y mayor admiración que otras muchas que eclipsan la producción de ese año en particular. Personalmente, siento un placer inmenso cada vez que la vuelvo a ver, algo que puedo decir de pocas películas.
Conclusión a una película redonda
No solamente es muy difícil aburrirse con ‘Quills’ (íd, 2000), es que también es muy difícil no sentir la pasión del juego erótico, la ambivalencia de los sentimientos, la eterna lucha de los artistas por ser ellos mismos le pese a quien le pese, la presión de una sociedad hipócrita y cruel que nada quiere entender más allá de su propia comodidad. ‘Quills’ es una película apasionante y llena de inteligencia, que gana más y más a medida que se aleja en el tiempo, y que en sus formidables imágenes contiene tanto una feroz visión del mundo, como una invitación a estar más vivos que nunca, y de disfrutar el estar vivos.
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