Me he tomado mi tiempo, quizás demasiado, para reflexionar sobre 300. Ha pasado una semana desde que la vi. El filme se mantiene en el primer lugar de la taquilla y ha divido las opiniones de la crítica.
E incluso, ha llegado a partir a más de un crítico por la mitad.
El artículo de nuestro colega Red Stovall es un buen ejemplo de lo que hablo: una pieza donde las razones a favor y en contra parecen convivir sin excluirse. Gracias a un malabarismo retórico que de alguna manera me recuerda al "Doble Pensar" de 1984, la distopía de George Orwell; Red se las arregla para decir que la película es buena y mala al mismo tiempo, sin que se le note la costura.
Como quiera que las posiciones ante la película son extremas y cargadas de pasión, creo que el enfoque más apropiado para este análisis es el del gusto personal: por qué esta película no me gustó.
Y a la conclusión que he llegado, después de una larga semana, es que no me gustó por las mismas razones por las que le gustó a buena parte del público mundial: porque es una adaptación fiel de la novela gráfica de Frank Miller. Me parece muy difícil, sino imposible, que la adaptación cinematográfica fiel de un texto narrativo no cinematográfico resulte en una buena película. Como ya lo ha escrito Andrei Tarkovski, la materia prima del arte cinematográfico es es el tiempo. El cine es un arte temporal. El drama en el cine debe resolverse (o no) antes de que aparezcan los títulos de crédito. La emoción en el cine es la misma del fútbol: los personajes deben superar los obstáculos para alcanzar sus metas (goals, goles, metas) en apenas 90 minutos. Como en la vida misma, pues.
La novela gráfica y el cómic son displinas artísticas atemporales. En una novela gráfica, el tiempo se detiene al cerrar el libro. La narrativa en una novela gráfica es prisionera de los límites fijos de una página, de un puñado de páginas. El escritor artista no dispone de las cientos de páginas de un libro para desarrollar el drama, el conflicto de sus personajes con la necesaria profundidad. Tampoco dispone de los múltiples recursos narrativos del cine para lograrlo. El autor de una novela gráfica sabe de sus limitaciones y crea conflictos y líneas argumentales susceptibles de ser resueltas en pocas páginas.
Por eso a la hora de ser adaptada al cine, una novela gráfica (o un cómic) debe ser más trucidada que traducida (como diría ese enorme crítico cinematográfico que fue Guillermo Cabrera Infante), para poner su historia en términos temporales. El drama debe ser profundizado, para que la búsqueda de su resolución despierte la emoción del espectador. Y esta profundización se logra en el cine, estableciéndole un límite temporal a los personajes: el momento en el que aparecen los créditos finales.
Al inicio de 300, como en Titanic, el espectador sabe de antemano lo que va a suceder (el barco se hunde, los 300 son vencidos). Pero en Titanic la narrativa se desarrolla temporalmente (el conflicto debe resolverse antes de que el banco se hunda, lo que ocurrirá —lo sabemos porque un personaje nos lo dice al comienzo de la cinta— en poco más de una hora. En 300, la narrativa avanza en forma de viñetas episódicas no temporales, más apropiadas para un libro. Cada episodio está definido por un obstáculo a superar. Que enseguida es superado para dar paso al siguiente. Parecen los elefantes, loe elefantes se desbarrancan. Llega el gigante, el gigante es vencido. Y así, ad nauseam o hasta que se acaba la cinta, lo que ocurra primero.
Es como si su narrativa tuviera los límites físicos del libro, en vez de los límites temporales inherentes al cine.
Acaso por esta razón, se me antoja que lo que funciona sobre papel no funciona sobre celuloide.
Y el resultado es una película sin emoción.
Una cinta aburrida.
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