Cuando afirmamos que una comedia difumina los límites del género, a menudo nos referimos a cómo hace reír con elementos que no son convencionalmente graciosos: la muerte, el sufrimiento, la enfermedad... cuestiones que en el mundo real nos espantan, en esa ficción pactada que es el humor se convierten en gags, casi siempre por la vía de potenciar lo grotesco. Una muerte sangrienta hasta lo acrobático o una enfermedad extraña hasta lo ridículo son recursos habituales en el humor negro.
Pero hay otras vías de machacar los límites de la comedia, no siempre tan efectivas y sencillas (al fin y al cabo, los mecanismos de la risa con un cadáver aserrado son los mismos que con un resbalón con cáscara de plátano, solo se trata de una cuestión de gusto). Esas otras vías consisten en apretar las tuercas a géneros en teoría poco cercanos al humor, buscando la comedia sin que cambie el lenguaje expresivo original. ¿Y qué hay más (teóricamente) alejado de la comedia que el drama intimista?
Nada mejor que la nueva ola de realizadores griegos para responder a esa pregunta, y demostrar que para conseguirlo solo hace falta salpimentar el drama cotidiano con una personalidad levísimamente excéntrica o con una decisión matizadamente errónea, extravagante, fuera de sí (y seamos honestos: quién no ha podido evitar ser ridículamente melodramático cuando la etiqueta nos exige cautela y contención). El de 'Pity' es un drama cotidiano y cegador en su cercanía: no estamos hablando aquí de tragedias mayúsculas con las que nos es imposible identificarnos, sino con melodramas del día a día, desgarradores, humanos y familiares hasta el punto de que los conocemos casi, casi de primera mano.
En 'Pity' -que acaba de aterrizar en Filmin- se nos cuenta el caso de un abogado (impresionante Yannis Drakopoulos) que, sumido en la desgracia después de que su mujer haya entrado en coma, se vuelve adicto a que los demás se compadezcan de él. Los abrazos incómodos, los llantos lastimeros a todas horas, los monólogos deprimentes, la palmadita en la espalda... la tristeza que siente es genuina (bueno, al menos lo es la mayor parte del tiempo), pero más genuina es su necesidad de que quienes le rodean sientan pena por su desgracia.
'Pity': "Les digo que mi mejor amigo murió en la batalla de Brunete..."
El director y coguionista de 'Pity' es Babis Makridis, que ya había tensado los límites de lo incómodo en la interesante 'L' en 2012, más estrafalaria y menos medida. Pero la auténtica fuerza creativa tras 'Pity' es Efthymis Filippou, coguionista de 'L' y de 'Pity', pero también de todas las películas de Yorgos Lanthimos a excepción de 'La favorita'. Es decir, que tiene buena parte de responsabilidad, desde los tiempos de 'Canino', en la configuración de la nueva comedia extraña de nacionalidad griega.
Con Lanthimos inmerso en su también inclasificable carrera fuera de Grecia, Filippou tiene muy claras qué teclas pulsar para hablar de las convenciones sociales, las esclavitudes familiares, el delirio silencioso del trabajo, el quedar bien, el estar a la altura de la imagen que creemos que los demás se han creado de nosotros como una angustia existencial sin salida y que atraviesa varias generaciones. Ya hablaba de todo ello en la magistral 'Canino', y aquí a través del retrato de esa necesidad por generar compasión del protagonista, repite la jugada.
Y si en 'Canino' Filippou usaba el idioma como una máquina-trampa para manifestar la esclavitud mutua entre los distintos estratos de una familia, en 'Pity' es a otro lenguaje, el corporal, al que se ve sometido el protagonista. Filippou lo analiza a veces en términos casi semióticos, con gran elegancia: por ejemplo, cuando el protagonista cuenta la tristeza enorme que le ocasiona la película lacrimógena por excelencia, 'Campeón', lo que conduce a una reflexión acerca de cómo en el cine las lágrimas siempre apestan a falsedad. Una afirmación que se verá refrendada por la propia 'Pity', cuando su último llanto, de una forma complicada de expresar racionalmente, "suena" falso.
Filippou deambula en su película entre la sátira costumbrista grotesca (el gag del bizcocho de la vecina), la fina observación social (mi diálogo favorito se da cuando en un desayuno, el protagonista explica todo lo que ha sufrido a alguien que, sin duda, ha sufrido más que él) y la extravagancia pura y dura (la increíble secuencia de la canción para expresar pena ante un duelo, que lleva al espectador a preguntarse si toda manifestación de dolor, por sincera que sea, no tendrá también por necesidad algo de teatro). La espectacular interpretación de Drakopoulos da unidad a todos esos tonos y lleva a 'Pity' a revelarse como una de las reflexiones sobre la emoción humana más valiosas, sarcásticas y malvadas de los últimos tiempos.
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