Eduardo Casanova es lo más parecido a un punk que ha tenido el cine español en el siglo XXI. En los primeros minutos de ‘La piedad’, que se estrena el 13 de enero, una gran vagina real y explícita, vista desde un plano contrapicado, se mea encima de la cámara. Es decir. Sobre el espectador. Una declaración de intenciones que plantea un ejemplo muy claro de provocación barata. Sin embargo, incluso ese gesto forma parte de un todo, una provocación mucho más calibrada de lo que parece.
Porque el cine de Casanova puede ser incontrolable, desagradable o cuqui, pero nada de lo que aparece en pantalla parece puesto sin una intención, o más bien sin una concreción milimétrica. El efecto que genera su cine es de estar observando una obra de teatro con escenarios simplificados hasta el abstracto, pero al mismo tiempo, desde ‘Pieles’ el director ha perfeccionado el control de cada detalle, y su minimalismo es deliberadamente simple, con colores grises y rosas en contraste con una iluminación casi clínica.
La madre terrible
El resultado es que su estética define la forma en la que asimilamos lo que nos presenta en pantalla, desde números musicales orientales a gore explícito, desnudez gráfica y aspectos impactantes como el suicidio, el cáncer o el infanticidio. Nada se nos muestra sin una visión clara, controlada y precisa en intenciones y tono, aunque esta misma elección se traduce en una continuidad entre obras que también puede interpretarse como monotonía. No hay mucha diferencia en el aspecto visual.
Sin embargo, ‘La piedad’ es mucho más aguda, ágil y menos episódica, eliminando la sensación de antología de cortos que tenía ‘Pieles’, narrando la trágica historia de Mateo, un joven que vive con su madre, Libertad, en un mundo color de rosa; un microcosmos que se rompe en mil pedazos cuando le diagnostican cáncer, lo que lleva a plantearse toda su dinámica afectiva con su progenitora. Una clásica historia de complejo de Edipo llevada hasta las últimas consecuencias que tiene una gran protagonista: Ángela Molina.
La actriz regresa a lo grande con una especie de versión de filigrana de la Joan Crawford de ‘Queridísima mamá’ (1981) en la que cada cadencia, cada frase de guion la lleva a la monstruosidad inconsciente, un reflejo de una persona que todos conocemos, amamos y tememos al mismo tiempo, una encarnación del narcisismo y la manipulación llevado a extremos de comedia negra verdaderamente cáustica, llena de situaciones tan divertidas como escalofriantes, casi de risa nerviosa.
Horror psicológico pop
Como la define el propio director, ‘La piedad’ es en parte una historia de terror y en parte un melodrama enfermizo sobre la obsesión y la codependecia, que se expande a lo más extraño cuando se introduce el tema de Corea del Norte como metáfora, ubicando el miedo y la devoción por el líder dentro de una misma sinapsis en el cerebro humano que la propia maternidad, una relación marcada por un temor irracional que presiona las mismas teclas para generar una dinámica de poder.
No es que Casanova cuente nada nuevo, la sombra de Almodóvar y John Waters sobrevuela todas sus secuencias, pero tanto su escatología como las escenas explícitas, como ese parto grotesco propio de la película ‘Xtro’ (1982) o ‘Society’ (1989), que converge en nueva perspectiva alegórica artie de “terror de autor” con la reciente ‘Men’ (2022), dan una dimensión moderna, pulida y autoconsciente de un discurso queer basado más en la forma de presentar la realidad que en la necesidad de transmitir un discurso para abrir la mente.
‘La piedad’ es divertida, enfermiza, salvaje y a veces pueril en su intento de epatar, pero también se sabe chabacana y no por ello es menos tragicómica y brillante; una pesadilla pop sobre madres terribles y síndromes de dependencia tóxica con la que Eduardo Casanova, consigue convertir la subversión en gags y en la que su cuidada estética funciona como una trampa mental claustrofóbica y venenosa.
Ver 24 comentarios