El anuncio de una nueva versión de 'Picnic en Hanging Rock', la novela de 1967 escrita por Joan Lindsay y adaptada muy fielmente por Peter Weir en 1975, generó en su momento ciertas y muy comprensibles suspicacias. La exquisita atmósfera fantástica de esta historia no del todo cierta, no del todo inventada, ambientada en el día de San Valentín del año 1900 en el estado de Victoria (Australia) es complicada de replicar, y mucho menos de actualizar.
Sin embargo, la serie 'El misterio de Hanging Rock' consigue plenamente su objetivo. Fiel en lo esencial, se arriesga a ampliar parte de las tramas que proponía el relato original y sale airosa del empeño. Esta producción australiana de seis episodios acaba de aterrizar en Filmin, y aprovechamos para revisar la historia que inspiró las dos producciones y los hallazgos de cada una de ellas. Acompáñanos en este paseo de conclusión incierta por este paraje insólito setenta kilómetros al noroeste de Melbourne. Y no tardéis: a las ocho hay que estar de vuelta para un ligero refrigerio.
'Picnic en Hanging Rock': el libro de Joan Lindsay
El libro original de Lindsay (que, por cierto, fue traducido por primera vez al castellano hace unos pocos meses, con su exquisitez habitual, por Impedimenta) está considerado un clásico de la literatura australiana moderna, y ya en ella se palpa el gran valor de la historia: la ambigüedad, la atmósfera implícitamente fantástica, la textura onírica de una historia que podría ser cierta. Pero no lo es: Lindsay afirma que su relato está basado en hechos reales, y apoya su historia en datos históricos, pero aunque Hanging Rock existe, lo que cuenta no sucedió nunca (aunque la mítica del lugar ha pasado a formar parte del folclore australiano). Y sin embargo, y pese a la manifiesta fantasía del argumento de su relato, es perfectamente verosímil.
Lindsay cuenta cómo en la Australia colonizada, en el arranque del siglo XX, un grupo de alumnas y un par de profesoras de un internado para señoritas acuden en San Valentín a hacer un picnic a una zona conocida como Hanging Rock. Ahí, en contacto con la naturaleza, tres de ellas -las mayores del internado- y una de las profesoras desaparecen sin dejar rastro. Sin muestras de violencia ni pruebas de ningún tipo de delito, la desaparición desconcierta y perturba a los habitantes de la zona, impactando no solo en el día a día del internado, sino en los pensamientos y emociones de gente que ni siquiera conocía a las muchachas.
La engañosamente pulcra prosa de Lindsay esconde una tremenda sofisticación, ya que aparentemente se limita a describir escenarios, comportamientos, costumbres, animales y vegetación que son testigos mudos de los extraordinarios acontecimientos que tienen lugar en Hanging Rock. Sin embargo, hay entre líneas una sutilidad que habla, sin aspavientos y acariciando el subconsciente del lector atento, de algo que se pierde en parte en las adaptaciones: el choque entre la salvaje, imposible de domesticar naturaleza de Australia y el civilizado, horriblemente rígido invasor británico.
Los diálogos del libro contraponen a menudo el asombro de los nobles británicos, recién llegados al continente y pasmados con rocas que tienen millones de años, con los que han nacido en el lugar y entienden la naturaleza y sus misterios como algo que siempre ha estado y estará ahí. Más allá de ambos, los aborígenes prácticamente ausentes de la historia, pero cuya presencia se detecta en la atmósfera: al fin y al cabo, las tres jóvenes y la profesora también desaparecen, como desaparecieron generaciones de nativos australianos antes que ellas. Antes de convertirse en una zona de picnics, la zona era usada por los aborígenes como un lugar para efectuar rituales de transición a la edad adulta. "Hanging Rock" o "Piedra colgante" es, de hecho, una traducción del nombre nativo.
Pese a lo que pudiera pensarse, el libro es tan misterioso como las dos adaptaciones: el lector cerrará el libro sin saber qué sucedió con las chicas, aunque no siempre fue así. En el primer borrador, el libro solucionaba el misterio, pero la editora de Lindsay le sugirió, con muy buen juicio, que lo eliminara. El capítulo fue publicado en 1987 como 'The Secret of Hanging Rock' y supone una inmersión absoluta en el fantástico más alucinógeno, con transformaciones en cangrejos y otros animales (menos arbitraria de lo que parece: es una conexión con creencias del folclore indígena), alucinaciones, y agujeros en el espacio-tiempo (lo que conecta con los extraños fenómenos que describe la novela, donde se paran los relojes).
'Picnic en Hanging Rock': la película de 1975
Tiene todo el sentido del mundo que el primer Weir encajara como un guante en su labor de adaptar la novela de Lindsay. Su versión del libro, absolutamente fiel a la letra hasta extremos paroxísticos (recrea vestimentas, situaciones y diálogos con fidelidad estricta) encaja perfectamente en esa trilogía en los inicios de su carrera compuesta por tres muestras de fantástico esquinado e impecable: 'Los coches que devoraron París', esta 'Picnic en Hanging Rock' y 'La última ola'. Las tres hablan, de forma sutil y subrepticia, de la invasión civilizada a Australia, y de cómo la naturaleza salvaje de aquellos parajes se rebela contra los presuntuosos humanos.
De modo igual de misterioso y contemplativo que la novela, Weir crea en su película una atmósfera de extrañeza gracias a las interpretaciones desvaídas del trío de muchachas protagonistas (Anne Lambert, Karen Robson y Jane Vallis) y a la fotografía ensoñadora de Russel Boyd, que da a todas las escenas al aire libre un toque de irrealidad único. Los planos a cámara lenta, en doble exposición de Miranda y las otras dos chicas, subrayan el choque entre la sociedad victoriana, rígida y ejemplificada en la directora de la escuela, con ese peinado que parece parte de una estatua de mármol, y las chicas, vestidas con trajes etéreos y angelicales.
Weir picotea en las abundantes ideas de Lindsay y escoge las que más le convienen: una de las más interesantes es que la condición de las jóvenes de puente entre la infancia y la edad adulta es lo que les permite entrar en esa zona física "intermedia" entre las rocas (un portal entre realidades si se quiere), porque también son el puente entre la sociedad victoriana y la aborígenes casi aniquilados. Weir afirmó en una entrevista a 'Sight & Sound' en 1976 que "podía haber puesto más énfasis en (...) los invasores en un paraje extraño, en la naturaleza represiva de este pequeño trozo del Imperio; pero la atmósfera resultante de las desapariciones se convirtió en mi interés principal, y esos temas desaparecieron del primer plano"
La apuesta de Weir por el misterio (el director afirma que no llegó a leer el famoso capítulo decimoctavo, y Lindsay se negó a explicárselo) sienta estupendamente a la adaptación, esta vez definida con personas de carne y hueso. Si la novela de Lindsay funciona como una descripción de atmósferas y sentimientos por los que ocasionalmente pasean humanos (colonizándola), al convertirse en entes físicos en la película de Weir se asciende en el misterio original aún un peldaño más de inexplicabilidad. Al fin y al cabo, Lindsay podía estar escamoteándonos, con ese humor medio satírico suyo, algún dato. Weir nos lo enseña todo y aún así... el misterio permanece.
'El misterio de Hanging Rock': la serie de 2018
Rehacer 'Picnic en Hanging Rock' (con un 'Misterio...' que ha aterrizado en el título en español) es una de esas ideas que hacen torcer el morro del aficionado con callo. Más allá de que sea o no necesaria (al fin y al cabo tampoco lo era, estrictamente, la película de Weir), lo cierto es que su extensión de seis capítulos deja claro que sus responsables van a tener que sumar elementos para estirar la trama. La cosa no se puede quedar en la raquítica idea de "unas adolescentes van a un picnic y se pierden; no se explica". ¿Es buena idea manosear el jeroglífico original? ¿Optará la serie por una (oh no) explicación del misterio?
La respuesta es que no, y nosotros somos los primeros impresionados: la serie adapta la novela, estirándola para que abarque los seis capítulos, sin sumar prólogos ni epílogos (aunque sí flahbacks al pasado de los personajes). Profundiza en prácticamente todos ello, dándoles trasfondo y motivaciones, explicando parte de sus comportamientos, pero el enigma de Hanging Rock sigue intacto. Y lo logra gracias a un espléndido trabajo de atmósfera, que rivaliza con la película original de Weir, también a través de imágenes manipuladas y explosiones sensoriales, ya casi en una onda lisérgica.
Replicando algunos momentos de libro y película con exquisita reverencia (la advertencia de la señora Appleyard antes de salir al picnic, toda la mañana de San Valentín hasta que se extravían -referencias a Botticelli incluidas-, todo se repite punto por punto, posiblemente con la consciencia de que no había nada que mejorar ahí), 'El misterio de Hanging Rock' trata de husmear entre los huecos en penumbra de la historia, buscando no respuestas, sino nuevos misterios. ¿Qué hace tan especial a Miranda? ¿Qué oculta el pasado de la profesora que le lleva a perderse con las chicas? ¿Por qué el señorito Fitzhubert es tan bobo?
El personaje que más se enriquece con los cambios es la señora Appleyard, que una estupenda Natalie Dormer ('Juego de Tronos') rejuvenece y dota de un impagable halo de villanía y secretos. Algunos aspectos que se conocían pero por los que se pasaba de puntillas en las anteriores versiones (su viudedad, su mal disimulada ambición) aquí se explican. También su destino final, tan neblinoso en los otros picnics, se hace explícito, pero dándole un sentido acorde con este universo.
Afín a esa espléndida elección de casting, también las tres chicas protagonistas son renovadas físicamente, y de nuevo con gran acierto. Lily Sullivan (Miranda), Samara Weaving (Irma) y Madeleine Madden (Marion) encarnan a las adolescentes con esa mezcla de inteligencia en la mirada y andares flotantes propios de un sueño, renovando por completo la iconografía de 'Hanging Rock' y aportándoles matices. Matices como la relación especial con la profesora desaparecida: capas de significado que no aturullan con información, sino que hacen crecer al original de forma orgánica.
El resultado es casi un extraordinario experimento acerca de cómo sí puede agarrarse una obra previa y readaptarla a nuevos tiempos (la estética, la banda sonora, la edición, el gusto por el anacronismo son completamente modernos). Es cierto que el valioso y sutil comentario anticolonial de las 'Hanging Rock' previas se pierde (aunque aquí Marion es indígena). Pero, a cambio, algunas relaciones entre los personajes se muestran más íntimas y explícitas, aunque algunas otras, neblinosas en el siglo XX, permanecen -muy inteligentemente- sumidas entre interrogantes. Todo ello suma en una estupenda renovación de un clásico del misterio, que contra todo pronóstico, consigue permanecer fiel a su poética del jeroglífico original.
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