‘Philomena’ (id, Stephen Frears, 2013) es una de las nueve candidatas al Oscar a mejor película, premio que se dará a conocer el próximo domingo 2 de marzo —en España de la madrugada del domingo al lunes—, y que para quien esto suscribe no se merece ni de lejos dicha nominación —como la memez esa de David O. Russell de la que ya hablaremos en otro momento—. Si acaso su actriz principal, Judi Dench, una de las veteranas de la interpretación británica, merece tal honor.
Ni Alexandre Desplat, con su bonita banda sonora, ni el guión, lleno de lugares comunes, merecen tampoco la nominación. No es que me esperara una gran película —nunca me espero gran cosa con el cine de hoy día—, pero tras las cámaras se halla Stephen Frears, un tipo lo suficientemente inteligente que empezó en la televisión en los años 70 y terminó dirigiendo películas del calibre de ‘Las amistades peligrosas’ (‘Dangerous Liasions’, 1988), ‘Héroe por accidente’ (‘Hero’, 1992) o ‘Alta fidelidad’ (‘High Fidelity’, 2000), para el que suscribe sus tres mejores trabajos.
Las citadas, y algunas más, son currículum suficiente para confiar en una película que venga firmada por su director —aunque también tiene bodrios del calibre de ‘Mary Reilly’ (id, 1996) o ‘Negocios ocultos’ (‘Dirty Pretty Things’, 2002)—, y a priori ‘Philomena’ tenía todas las cartas para ser una de esas películas que tanto encandilan al público. De hecho parece hecha única y exclusivamente con ese fin, un argumento de telefilm de media tarde que narra una de esas historias basadas en hechos reales, sobre una madre que busca a su hijo al que no ve desde hace 50 años.
La lágrima fácil
Ya la premisa en sí es lacrimógena hasta más no poder, la sensiblería más ramplona hace acto de presencia en uno de los peores trabajos de Frears. Sólo Judi Dench y Steve Coogan, autor éste también del guión —que adapta el libro ‘The Lost Child of Philomena Lee’ de Martin Sixsmith—, dotan con algo de calidad un producto que hace aguas por todo lados, ya sea a la hora de simplificar banalmente su propuesta, o resultar, no en pocos casos, maniqueo.
Frears apenas dirige con un mínimo de pasión, bien es cierto que muchas de las secuencias son conversaciones entre Dench y Coogan, que construyen ambos intérpretes con su más que sobrada experiencia. Y aun así, el dibujo que se traza de ambos, es bastante más simple de lo que cabría esperar en una historia que habla de monjas malvadas que roban niños a sus madres desamparadas para luego venderlos a familias ricas, y de la posterior y dura búsqueda de una de esas madres.
Personajes demasiado planos —conversaciones más o menos inteligentes con diálogos más o menos inteligentes no convierten a sus personajes en profundos, aunque intenten venderlo así—, más una realización de lo más plana en la que Frears no se arriesga ni lo más mínimo, confiando erróneamente en la calidad de su texto, el cual no conoce de aristas ni grises. Todo está demasiado claro, todo se ve venir de lejos, todo termina derrumbándose en pos de una sensiblería que raya lo cursi, y por la que pasean esbozos sobre el amor, la maternidad, la pobreza, la muerte, el perdón y el olvido.
Temas demasiado profundos para una película tan simple que no merece el reconocimiento que ha tenido por parte de la Academia de Hollywood, a los que es muy fácil enamorar con productos facilones como éste. Tal vez Alexandre Desplat consiga su tan ansiado Oscar, pero ni eso creo que suceda. Eso sí, la película con esa musiquita es perfecta para echarse una apacible siesta después de comer.
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