Paul Newman y el western (VIII): 'Buffalo Bill y los indios' de Robert Altman

‘Buffalo Bill y los indios’ (‘Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull's History Lesson’, Robert Altman, 1976) iba a suponer una nueva reunión entre su actor principal, Paul Newman, y el director George Roy Hill. Un western crepuscular y desmitificador que terminó en manos del no siempre admirado Robert Altman, convirtiéndola en una película más de las muchas que, con las mismas intenciones, pueblan su filmografía. No cabe duda de que Roy Hill habría incidido en los apuntes cómicos de la historia, que recoge una obra teatral de Arthur Kopit, adaptada por Altman ayudado por Alan Rudolph.

En manos de Altman la cosa cambia. El director, en el año del segundo centenario de la Declaración de la Independencia, traslada el mítico personaje a su universo particular, el del film coral que en el fondo desvela más subtramas de las que aparenta. No obstante, se queda a medio camino entre el tono, crepuscular y desmitificador, con la intención de hablar también de una de las caras del espectáculo puro y duro, aquel que siempre ha ayudado a vender el llamado sueño americano, a alimentarlo, muchas veces viviendo de rentas, como es el caso. Buffalo Bill serviría a Paul Newman para despedirse del género cinematográfico por excelencia.

‘Buffalo Bill y los indios’ navega alrededor de la que probablemente es la idea más interesante del film, la reunión entre dos enemigos acérrimos, Buffalo Bill, convertido en una parodia de sí mismo encargándose del espectáculo con el que revivió, por así decirlo, sus aventuras en el salvaje oeste, y al que puede unirse ahora el líder indio, lejos de los días en los que venció a Custer. Los tira y afloja entre ambos personajes, con una clara tendencia a que Bill no quede demasiado bien parado, llenan buena parte de un film que se pierde en otros asuntos, con los demás personajes, entre los que destaca el de un Burt Lancaster como dolido perdedor, antaño alguien importante, en un mundo de perdedores comandado por el éxito entre el público de sus propias creaciones.

El resto de personajes parecen perdidos, quién sabe si intencionadamente, en todo un mosaico al servicio de un caprichoso director que nunca termina de encontrar el tono justo, aunque en el subtexto se perciben ideas de lo más sugerentes. El crepúsculo que empieza a bañar, sin remisión, no sólo el rostro de Bill, sino el de todo el que está abocado al olvido, la muerte más triste de todas. Un montaje también caótico, que por instantes da importancia a los rostros por encima de los nombres, y en otros se pasa demasiado tiempo mostrando las habilidades de los componentes del espectáculo, a veces sugiriendo historias privadas —atención al probablemente intencionado fallo de la experta tiradora encarnada por Geraldine Chaplin—, a veces sin nada más.

El espectáculo de la vida

En otro orden de cosas, el film parece querer incidir, a veces lográndolo, otras no tanto, en la necesidad del espectáculo puro y duro como catalizador de la historia, en la que incluso el protagonista de la misma desvirtúa su propia imagen en beneficio del entretenimiento. Incluso Toro Sentado —encarnado por Frank Kaquitts en su única aparición cinematográfica— se presta, con una ironía inesperada, al juego, siendo mucho más consciente que Bill a que aquello no es más que una época que pasará, como pasaron los días en los que cabalgaba libre una tierra que era suya. El espectáculo como catarsis, como última oportunidad de hacer sentir mal a Bill, no sólo vacilándolo en persona, sino haciéndole ver que no es el que era hace años, de ahí la frustrada búsqueda del indio, cuando creen que este huye del lugar, por el que había sido el más eficaz buscador de indios.

Los actores Harvey Keitel y Kevin McCarthy, entre otros, prestan sus desubicados rostros, en roles alejados de lo habitual en ellos, a la farsa. En cierto instante, el personaje de Lancaster asegura que cuando el mundo va mal, los espectáculos prosperan; como si ambas cosas no pudiesen darse la mano, como si fuese más que inevitable la no comunión entre vida y arte —cuando lo segundo no deja de ser un reflejo de lo primero—. Es en la visita de Toro sentado al presidente de los Estados Unidos, para hacerle una demanda, donde queda más claro. Una cosa es ver al indio, haciendo honor a su nombre sobre el “escenario”, otra muy diferente, atender a sus pedidos como ser humano.

‘Buffalo Bill y los indios’ posee una de las interpretaciones menos sentidas de Paul Newman, o tal vez eso está realizado con secretas intenciones, la del cansancio del propio personaje al ser un reflejo de su propia imagen. No obstante el actor se mueve con envidiable seguridad, o despreocupación, por un film a veces muy entretenido y cínico, a veces poca cosa. Un film que vierte alguno de sus apuntes más interesantes al unificar todo tipo de arte, el de consumo mayoritario, el que no, bajo una misma mirada, acentuando el valor del único verdadero testamento que hable del ser humano. Baste citar la secuencia en la que una cantante de ópera provoca, con su canción, una especie de hermandad única, e inviolable, entre todos los presentes, la mejor secuencia de la película.

Tras esta experiencia, que fue uno de los fracasos gordos de su director y estrella, Paul Newman se reunió con George Roy Hill, esta vez ya sin Robert Redford, y escandalizaron al público de la época con una de las gamberradas de aquella década.

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