Paul Newman y el western (VII): 'El juez de la horca' de John Huston

Paul Newman se puso a las órdenes de John Huston en ‘El juez de la horca’ (‘The Life and Times of Judge Roy Bean’, 1972), perteneciente a la etapa más interesante, para el que suscribe, de su director. El considerado por muchos como el director que mejor retrató a los perdedores, venía de filmar una de sus obras más representativas al respecto, ‘Fat City’ (id, 1972), y con un guion de John Milius, que realmente quería dirigir la película, hurgó en la mitología de uno de los personajes más carismáticos del universo del western: el juez Roy Bean.

El personaje ya había sido interpretado por otros, tanto en la pequeña como gran pantalla, siendo el compuesto por Walter Brennan en ‘El forastero’ (‘The Westerner’, 1940) el que está en la memoria colectiva como el más entrañable de todos. No obstante, las intenciones de Huston son muy diferentes a la de Wyler, aunque en cierto modo ‘El juez de la horca’ puede considerarse un remake de aquélla, pero con una mirada cínica y desmitificadora aprovechando el nuevo rumbo que había tomado el western con las novedades que Sam Peckinpah o el europeo habían instaurado.

‘El juez de la horca’ da comienzo con Roy Bean cruzando el río Pecos, la frontera entre ley y delincuencia, o como se apreciará según avanza el film, entre el mundo salvaje y el civilizado, entre lo antiguo y lo moderno. Hasta allí llega Roy Bean, huyendo de la ley, y a punto está de ser linchado por un grupo de desalmados perdidos en la vida. Una joven mexicana (Victoria principal) le salva la vida al darle un revólver con el que Bean despachará a todos los que intentaron matarle. Todo ello en una brillante secuencia de acción, dentro del limitado espacio de una taberna.

Leyenda y realidad

Allí se planta Bean, que desde entonces se hará llamar juez, y sólo con una pistola y una soga –más adelante con la ayuda de cinco comisarios nombrados por él mismo− impartirá la tan olvidada justicia. Un lugar que según irá creciendo llevará a distintos personajes, pasajeros en la fascinante vida de Bean. La mayor parte de ellos rompen la cuarta pared, a modo de testimonio, como si de un reportaje sobre la figura de Bean se tratase, con ánimo de elevar su retrato a la figura de leyenda. Ésta se apoya también en una mirada nostálgica por parte de Huston, llena de aristas y suciedad.

Hay cierto tono cómico en mucho del metraje de ‘El juez de la horca’, quizá con intención de repetir la fórmula de éxito de ‘Dos hombres y un destino’ (‘Butch Cassidy and the Sundance Kid’, George Roy Hill, 1969), pero lo que allí era un pequeño problema de cambio brusco de tonalidad, aquí, y en manos de un director mucho más experimentado en cuestiones vitales, termina de redondear una radiografía sobre el personaje central, con todas sus virtudes –lleva hasta las últimas consecuencias sus ideales de justicia− y defectos –en el fondo no deja de ser un pardillo, como bien muestra el episodio en la ciudad−.

Así pues, instantes como el de las prostitutas, o la fugaz visita de Bad Bob –un delirante Stacy Keach−, incluso la muy breve aparición de un predicador bajo la apariencia de Anthony Perkins, contrastan con otros más violentos y serios, en un film que además efectúa una nada disimulada crítica sobre el ansia de poder –el mezquino personaje al que da vida Roddy MacDowall− en una época de constante cambio y en el que la nación estaba sacudida por la contienda de Vietnam. Así mismo, ‘El juez de la horca’, al igual que ciertos films de John Ford, más tarde Clint Eastwood, vierte una profunda reflexión sobre lo que es realidad y lo que es leyenda.

La vida que pasa

Para ello Huston se sirve, como inteligente punto de apoyo, no sólo del personaje central, al que le da tiempo a vestir de gloria y de desgracia, sino de un personaje vital pero que no hace acto de aparición hasta los minutos finales, cuando Bean ya es historia. Una inmensa y controlada Ava Gardner da vida a Lily Gantry, la única mujer a la que amó de verdad Bean aún sin conocerla en persona, única verdadera motivación de todos sus actos, e incluso de su existencia. Un amor que alcanza cotas de fanatismo no muy alejadas de cualquier enamorado de una de sus estrellas preferidas. Admiración ciega, y pura.

Todo el elenco del film está espléndido, al fin y al cabo Huston era también un excelente director de actores, pero por encima de todos sobresale un Paul Newman seguro de sí mismo, ofreciendo todo un recital lleno de instantes muy divertidos, y sobre todo emotivos. Sirva como ejemplo, el plano sostenido de Bean tras la muerte de su oso mascota –regalado por un personaje efímero a cargo del propio director, al que apenas se le ve−, en el que Newman controla de forma envidiable su voz y gestos. Lo primero, una especie de desprecio hacia el animal, es falso, apariencia; lo segundo, a través de su semblante, con los ojos llorosos, es la dura realidad.

Y esa secuencia resume tal vez la esencia de un film triste y melancólico, violento y calmado, alegato sentido de una época lejana de libertad que se hunde ante la llegada imparable de la civilización –así lo muestra ese inmenso incendio final, alegoría no sólo del paso imparable del progreso, sino de que éste puede destruirse a sí mismo−, que funciona a modo de viaje circular culminando casi de la misma forma que comenzó, con la llegada de un personaje a un lugar, esta vez una leyenda auténtica –una estrella− que contemplará con contenida emoción lo que fue todo un santuario hacia su persona.

Una carta, con la voz en off de Newman, emociona a Gantry. La música de Maurice Jarre anima nuestras glándulas lacrimales, y Huston desenfoca la imagen de la actriz. La leyenda desaparece, y como dijo Bean en un momento dado, nadie se acordará.

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