Tras su única colaboración con Alfred Hitchcock, Paul Newman volvió a reunirse con Martin Ritt, el director con el que más veces trabajó, siendo ‘Un hombre’ (‘Hombre’, 1967) la última de ellas, y a mi entender una de las mejores, teniendo en cuenta que juntos no rodaron una mala película, ni siquiera regular. Tercer y magistral western es este ‘Un hombre’ que anticipaba algunos de los elementos del posterior cine de Sam Peckinpah, por ejemplo, pero cuya herencia se debe sobre todo a directores como Anthony Mann o Budd Boetticher.
Precisamente el material del que parte la película, una novela del prestigioso Elmore Leonard, habría valido perfectamente para una de esas cintas de Mann, y el mucho más ignorado Boetticher, que junto a otros como John Sturges empezaron a cambiar de forma prominente las claves de un género agonizante, a lo que incluso se habían subido firmas míticas como John Ford. Precisamente el director de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (‘The Man Who Shot Liberty Valance’, 1962) puede entreverse en la presente, por cuanto parte de su argumento recuerda al de ‘La diligencia’ (‘Stagecoach’, 1939).
‘Un hombre’ es un western sucio, violento, claustrofóbico a pesar de desarrollarse mayormente en exteriores y grandes espacios. Sus personajes no representan ni la bondad ni la maldad, los grandes clichés del género, de todos los géneros, sino una mezcolanza de ambos llena de matices diferenciadores que hacen de cada personaje un universo fascinante. Y entre todos ellos, John Russell (Newman), un mestizo, apodado por todos Hombre, cuya visión va más allá del bien y del mal, un superviviente con un egoísmo que preserva ante todo su propia vida, consciente de un mundo cruel y fatídico.
Un microuniverso
Russel ha heredado una casa de sus antepasados blancos de la que no quiere saber nada debido al conocimiento que tiene del llamado hombre blanco, de su egoísmo, distinto al suyo, que no le lleva a aprovecharse del prójimo, sino únicamente a luchar por , la moradora de la citada casa (Diane Cilento), a un matrimonio de ricos (Fredric March y Barbara Rush), el conductor (Martin Balsam), un joven matrimonio y un sospechoso viajero de última hora, un Richard Boone absolutamente impagable en su rol de villano, otro que como Russell mira más allá.
Dejando a un lado el dibujo de personajes, representando cada uno una característica humana bien reconocible y con los que Ritt corre el peligro de representar clichés antes que personajes de hondura, éste se centra en una sucesión de acontecimientos, a cada cual más grave, desencadenadas de una decisión por parte de Russell en la estación, y que en apariencia puede resultar intrascendente, pero que cobra importancia una vez el relato avanza, sobre todo en su inolvidable, violento y triste clímax. Tiene que ver con el hecho de que Russell procura evitar problemas, a no ser que éstos le busquen a él.
Todos sabemos que pasaría si Russell hubiese intervenido en la estación cuando Grimes (Boone) exige el billete a uno de los viajeros al que amenaza; todos sabemos cuánto dolor se habrían ahorrado, al descubrir posteriormente los planes de robo de Grimes, más la situación mortal a la que se enfrentan en un paisaje desértico una vez Russell ha eliminado a dos de los bandidos. Russel toma la decisión cuando realmente no hay salida, yendo hacia una muerte casi segura y sentenciando el instante con una frase más que acertada: “Todos vamos a morir, la cuestión es cuándo”.
Un viaje vital
Dicho clímax, un duelo de vértigo a tres bandas, seco, contundente, sucio y con la coletilla de uno de los bandidos queriendo saber el nombre del hombre al que se ha enfrentado antes de morir, es el perfecto colofón a una película que camina sin piedad por temas como el egoísmo, la heroicidad, la ayuda al prójimo y sobre todo las diferencias raciales. Una aventura en el sentido más puro del término que se permite incluso hablar sobre lo que hay a final de la vida. Russell no teme a la muerte, pero personajes como Favor (March) temen la Nada más absoluta que representa la muerte.
Ritt maneja el ritmo como pocas veces, marcando un crescendo dramático de primer orden que encuentra momentos magistrales como el enfrentamiento en la distancia de los bandidos acercándose a una trampa. De planos generales Ritt acerca a los personajes de Newman, Balsam y Frank Silvera con primeros planos de sus rostros y sus armas, hasta que un disparo rompe dicho acercamiento. Pero sobre todo destaca por dejar en manos de Paul Newman una de sus interpretaciones más sutiles e impresionantes.
Con una marcada distancia emocional Russell es un personaje cuyos sentimientos van por dentro, su experiencia le ha hecho descubrir la verdad sobre el terrible mundo que le ha tocado vivir y en el que la supervivencia es el premio por su egoísmo mal entendido. Si normalmente Newman gustaba de realizar numeritos heredados de sus clases en el Actor´s Studio, aquí realiza una portentosa lección de contención, con una mirada a la vez dura y melancólica. Pocas veces el título de una película fue tan acertado.
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