‘Con el agua al cuello’ (‘The Drowning Pool’, Stuart Rosenberg, 1975) es la secuela de la espléndida muestra de “thriller moderno” ‘Harper, investigador privado’ (‘Harper’, Jack Smight, 1966); además supone el reencuentro de varios talentos. Por un lado la reunión de Paul Newman con su esposa Joanne Woodward, aquí en un personaje similar al de Lauren Bacall en la primera entrega. Por otro, se trata de la cuarta y última colaboración con Rosenberg, quien venía de hacer el espléndido thriller ‘San Francisco, ciudad desnuda’ (‘The Laughing Policeman’, 1973), y Walter Hill intervenía en el guion, tras hacerlo en ‘El hombre de Mackintosh’ (‘The Mackintosh Man’, John Huston, 1973), y el mismo año que debutaba en el cine.
Todos contribuyen a una película que, con el paso de los años, se ha vuelto mejor de lo que en su momento se apreció. Quizá en esta secuela —que contradice la frase/etiqueta de que nunca segundas partes fueron buenas— se respire mejor el aire de cine negro. Se introdujo una variante curiosa. En la novela de Ross Macdonald, publicada en 1950, la acción trascurre en el sur de California, en el film en la ciudad de Nueva Orleans, lo que permite juguetear con la típica atmósfera del género, distanciarse un poco de los ambientes del oeste de Estados Unidos. Y fotografiada por nada menos que Gordon Willis.
Al igual que en el film anterior, y en sintonía con gran parte del universo noir, Harper —un Newman como casi siempre bordando su personaje, esta vez explotando aún más su vis cómica sin llegar a caer por completo en ella; tal y como dice el villano de la función en un momento dado, acercándose en diagonal hacia ella— es requerido para un caso, en apariencia, simple; y como toda buena muestra en el género de las luces y sombras, aquél se irá complicando lo suficiente hasta destapar por completo una trama que cruza intereses económicos —evidentemente— y lazos familiares ocultos durante años. Salvo el momento más recordado de la película, Harper no tendrá que hacer mucho para que se descubra todo el pastel.
De esta forma, esa actitud cómica que tiene el personaje a veces —sin duda aportada por la labor de Newman, que demuestra conocer el personaje al completo— puede emparejarse con el (simpático y hasta cierto punto sorprendente) hecho de que, al poco de llegar a la ciudad, Harper es requerido por casi todos los personajes principales de la función que, uno tras otro, irán soltándole sus intereses privados. Así pues, lo que parecía un típico caso de chantaje sexual, va cambiando hacia secretos mucho más ocultos, en los que se mezclan corrupción a alto nivel y un secreto del pasado, que explota en el consabido instante catártico.
Dos de los aspectos más interesantes en ‘Con el agua al cuello’ son la utilización de una banda sonora, obra de Michael Samll, de claros y evidentes tintes jazzísticos, a la que se suma una versión de la famosa canción, compuesta cuatro años antes, ‘Killing Me Softly With His Song’ de Norman Gimbel y Charles Fox, utilizada únicamente en los instantes compartidos por Newman y Woodward, sugiriendo una historia común pasada y a la que sólo le queda el poso de la nostalgia. El otro es la impresionante fotografía de Gordon Willis, que venía de fotografiar para Coppola otra secuela. El fotógrafo que compartió en los setenta con Bruce Surtess el seudónimo de “príncipe de las tinieblas”, alterna escenas muy iluminadas a la luz del día, con interiores casi en penumbra, los cuales parecen esconder siempre una amenaza para Harper.
Un personaje hecho a la medida
Por supuesto la estrella de la función es Paul Newman, en plena madurez artística. Esta vez su Harper adquiere mayores matices al film de Smight, al verse metido en una trama bastante fea, como dice él en cierto momento, y debe recurrir al engaño. El actor se somete a todo tipo de “juegos” que sortea con envidiable soltura, elegancia y sarcasmo. Atención al instante en el que seduce a Gretchen (Linda Haynes) para sacarle información; Harper pasa de ser un detective seguro de sí mismo a un sureño de extraño comportamiento, cambio de acento incluido. A su lado no desmerece ninguno de los intérpretes, salvo los tics de Tony Franciosa en un personaje sospechoso desde su primera aparición.
Ese es el único defecto de una película espléndida que no parece serlo a simple vista. Los personajes al lado “bueno” de la ley no tienen grises en su retrato, sabemos que ocultan algo. Pero con lo que sí juega muy hábilmente es con el elemento de la femme fatale, aquí reducido a una joven Melanie Griffith —es muy posible que estemos ante la mejor interpretación que ha hecho en su vida, el mismo año que aparecía en la obra maestra de Arthur Penn ‘La noche se mueve’ (‘Night Moves’)— en la piel de Schuyler, una muy particular Lolita Nabokovniana, perfectamente conocedora de su condición.
‘Con el agua al cuello’ no obtuvo el éxito en taquilla de su predecesora, a la que no tiene nada que envidiarle. Eran otros tiempos y los gustos del público cambiaban hacia otro tipo de películas, pero creo que es evidente que el paso del tiempo la mejora —con detalles tan atrevidos como el de unas bofetadas dadas en cierto instante, que hoy día no serían permitidas por ceguera—, y es una perfecta muestra de lo bien que le sienta ese mismo paso temporal a la década de los setenta en el cine estadounidense.
Antes de dar vida a uno de los personajes más famosos del oeste americano, Paul Newman intervino, con un personaje muy breve, en una alocada comedia con el entonces muy de moda Mel Brooks.
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