‘Veredicto final’ (‘The Verdict’, Sidney Lumet, 1982) supone una de las mejores interpretaciones de Paul Newman, ya no sólo de la década de los ochenta —en la que enlazó tres films seguidos de “denuncia”, el sistema policial en ‘Distrito apache’ (‘The Bronx: Fort Apache’, Daniel Petrie’, 1981), el cuarto poder en ‘Ausencia de malicia’ (‘Absence of Malice’, Sydney Pollack, 1981), y el presente—, sino de toda su carrera. Un personaje rebelde, anti-sistema y casi un perdedor, de los que también interpretaba el actor en su juventud, y para los que seguía en plena forma en su madurez.
La película —cuyo título original no posee ninguna relación con la ópera prima de Don Siegel— es una de esas de ambiente judicial tan del gusto de Sidney Lumet, cuya ópera prima es probablemente el film de juicios más popular de la historia. Esta vez en lugar de encerrar la cámara con los doce miembros del jurado, decide usarla para hacer una radiografía sobre la abogacía, a través de la vida de Frank Galvin (Newman), un abogado que lo perdió todo y ahora tiene la oportunidad de ser alguien, al enfrentarse a un importante caso sobre negligencia médica.
‘Veredicto final’ en principio era un proyecto para ser interpretado por uno de los mejores amigos de Paul Newman: Robert Redford, quien no estaba muy contento con el guión que había escrito David Mamet; además no le apetecía demasiado dar vida a un alcohólico —todas las estrellas tienen sus manías—. Frank Sinatra llegó a ofrecerse, en cambio, para dar vida a Galvin sin cobrar ni un dólar por ello, de tan bueno que le parecía el personaje. Lumet estaba convencido de que Paul Newman era el intérprete perfecto para la película; y acertó.
Un personaje fascinante
Precisamente una de los elementos más interesantes y atractivos de una película como ‘Veredicto final’ es el dibujo del personaje principal, sumido en una especie de espiral autodestructiva, víctima del sistema y cabeza de turco de una mal llamada justicia, que terminó con su prestigio y su matrimonio. Pasa sus días jugando al pinball, bebiendo cerveza y whiskey —atención al detalle del huevo en la cerveza— y contando viejas batallitas de tribunal a sus compañeros de barra. Hasta que un día, el único amigo que le queda —Jack Warden en una nueva colaboración con Lumet— le presenta una oportunidad única.
Una mujer ha quedado en coma debido a una negligencia al administrarle la anestesia. El hospital donde sucedió es propiedad de la Iglesia. Nadie quiere un escándalo. Galvin, en representación de la familia, debería aceptar el acuerdo económico que le ofrecen, 210.000 dólares con tal de que el tema no trascienda. Con la parte que le toca, Galvin tendría solucionados sus problemas, pero cuando acude a ver a la enferma, una de las mejores secuencias que ha filmado Lumet en su filmografía, algo se remueve en su interior.
En dicha secuencia, en la que el bogado le hace fotografías a la enferma para su archivo, Galvin mira cómo las fotografías van adquiriendo la imagen de alguien que ha sufrido algo muy injusto. Alguien que queda privado de por vida de los placeres más sencillos de la vida, tales como ver, escuchar, hablar, en definitiva, sentir. La fotografía de Andrzej Bartkowiak —sí, el de ‘Romeo debe morir’ (‘Romeo Must Die’, 2000)— capta a la perfección el universo de decadencia que envuelve a Galvin. No hay más que citar la primera secuencia del film, con el personaje jugando al pinball. Lumet lo retrata con un solo plano.
Un pequeño resquicio para la esperanza
A Lumet le gustaba meter el dedo en la llaga. Venía de dos films en apariencia tan diferentes, y personales, como ‘El príncipe de la ciudad’ (‘Prince of the City’, 1981) y ‘La trampa de la muerte’ (‘Deathtrap’, 1982) y en el presente parece mostrarse muy a cómodo en un terreno espinoso. A contracorriente recién empezada la década de los ochenta, con el cine mainstream cambiando de forma radical, Lumet opta por el sosiego y la calma narrativas, aunque no exime de emoción a su relato, de esa emoción que se contagia.
Mamet en su guión no quería que el veredicto del título no se viese en el film, pero Lumet le convenció de lo contrario. El instante, de una fuerza indiscutible no sólo es necesario, por lógica, sino que viste muy bien qué clase de director era Lumet. A pesar de sus films críticos con la sociedad y los grandes poderes, a pesar de reconocer las miserias humanas, la capacidad de corrupción y lo malas que pueden llegar a ser las personas, deja siempre un pequeño resquicio para la esperanza, señalando que un solo individuo a veces puede marcar la diferencia.
No obstante, a pesar de ese momentazo —en el que el fiscal al que da vida un pletórico James Mason se encuentra con la sorpresa de su vida—, Lumet no pinta la vida de color de rosa, porque ese color no existe. Así nos introduce una historia de amor, con tintes de film noir, y que en cierto modo, a pesar de la traición de ella —una joven Charlotte Rampling—, supone el encuentro mutuo de dos seres controlados por un sistema podrido. El amor puede ser una tabla de náufrago en un mundo de mentiras e intereses económicos por encima de cualquier otro elemento.
Y muchos años antes de que Christopher Nolan volviese loco a medio planeta, que dudaba entre si una peonza caía o no, Lumet opta por la sencillez con las mismas armas narrativas. Galvin, en su cutre oficina, observa el teléfono que suena, al otro lado de la línea Laura (Rampling) espera a que Galvin coja el teléfono. Aquél suena y suena. Galvin piensa —impresionante Newman—. Lumet corta el plano. Eso es ambivalencia.
Pasarían dos años y Newman se pondría a dirigir e interpretar un muy personal proyecto, de tintes autobiográficos.
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