Tras comenzar la década de los ochenta con una película tan mediocre como ‘El día del fin del mundo’ (‘When Time Ran Out…’, James Goldstone, 1980) Paul Newman dio un giro en su carrera y buscó interpretar películas con cierta carga crítica. El terceto de películas que hizo tras el desastre de Goldstone así lo demuestran; y en algún caso, como el que nos ocupa, fue totalmente tergiversado, provocando la ira de cierto sector del público. ‘Distrito Apache’ (‘Fort Apache: The Bronx’, Daniel Petrie’, 1981) enfadó mucho a negros e hispanos.
La película, que sirvió de inspiración a la extraordinaria serie de televisión ‘Canción triste de Hill Street’ (‘Hill Street Blues’, 1981-1987), retrata la vida de una comisaría de policía en el distrito más peligroso del Bronx. Las experiencias reales de los policías Thomas Mulhearn y Pete Tessitore, trasladados al guión escrito por Heywood Gould —interesante guionista, y director de un film tan recomendable como ‘Un buen policía’ (‘One Good Cop’, 1991)—, sirvieron, según Newman, para mostrar la violencia de la ciudad. Muchos no lo entendieron así. Pasa continuamente con los ciegos.
La película realiza su crítica al retratar, sin ningún tipo de restricción, la extrema violencia del Bronx en aquellos años. Petrie no toma partido, se limita a narrar, a relatar una serie de hechos relacionados con la pareja de policías protagonistas. Newman declaró alguna vez que este tipo de películas eran necesarias, a modo de advertencia, de aviso, de muestra de lo que pasaba en la ciudad de New York. Pero la comunidad negra e hispana lo entendió al revés, y el actor se ganó un buen puñado de enemigos —claro que según él un hombre sin enemigos es un hombre sin carácter—.
La jungla humana
Lo cierto es que las protestas que se hicieron por la película, a base de manifestaciones y alguna que otra revuelta —una de ellas pilló al mismísimo Newman— fueron exageradas. ‘Distrito apache’ no efectúa ningún tipo de juicio sobre las citadas comunidades, se limita a hablar de violencia, y de un mundo en el que no hay buenos muy buenos o malos muy malos, sino matices en cada uno de los personajes, pertenezcan al grupo que pertenezcan. La violencia es mostrada en todos los campos.
‘Distrito apache’ no puede comenzar de forma más contundente: Pam Grier, dando vida a una prostituta yonqui se acerca a un coche policial en el que los dos policías están tomando un descanso mientras comen. Dicho descanso les saldrá caro, la prostituta, tras un par de frases de cachondeo, saca un revólver de su bolso y dispara a bocajarro a ambos agentes. Tras la violenta escena, Petrie cambia a un primer plano de Murphy, y con un travelling hacia atrás el director muestra, en cuestión de segundos, la rutina de los policías antes de salir de patrulla.
Referencias a los westerns, caso de ‘Fort Apache’ (íd., John Ford, 1949) o ‘Duelo de titanes’ (‘Gunfight at the O.K. Corral’, John Sturges, 1957), hermanan en cierto modo el film de Petrie con el género cinematográfico por excelencia. Los policías han de enfrentarse a lo que parece una banda de indios salvajes, cuando la llegada del nuevo capitán al mando —papel a cargo de un excelente Edward Asner— y sus nuevas formas de actuar convierta la comisaría del distrito en una especie de fuerte. Pero no es únicamente justicia y ley lo que se cuece en el lado “bueno” de la balanza.
El duro trabajo policial
La extrema corrupción del cuerpo policial convierte al correcto Murphy en una especie de mártir por la causa justa. Su modus operandi como oficial, su forma de ser también, de ver las cosas, y de enfrentarse a ellas, queda reflejado en cómo resuelve los casos “menores” —atención al del travesti suicida, similar a la de ‘Harry el sucio’ (‘Dirty Harry’, Don Siegel, 1971), film que fue ofrecido a Newman—, y que le llevan a conocer, de nuevo, la posibilidad de rendirse al amor con la enfermera que siempre les atiende, personaje a cargo de una joven Rachel Ticotin.
La película es sinceramente directa, a ratos muy cruda, mostrando sin compasión ni rodeos un mundo lleno de desgracias, de seres perdidos y otros que intentan salirse con la suya cometiendo excesos amparándose en la mal llamada justicia. Esa crudeza está muy bien retratada con el grano que aporta en la fotografía el impecable John Alcott, mientras Paul Newman realiza una de sus interpretaciones tan carismáticas, pareciendo el hombre más normal del mundo, decepcionado y desengañado, pero con cierto honor aún en sus entrañas.
Algún que otro numerito de Actor’s Studio —la forma que tiene de quitarle el cuchillo a un borracho escandaloso—, realizado con absoluto control, y con la aparente intención de reírse del método en sí. Newman ya pasaba de los cincuenta años, su físico era extraordinario, y en su madurez logra despojarse de ciertos molestos tics. Su labor, Asner, y el trabajo de ambientación son lo mejor de una película en cuyo final parece ceder ante ciertas convenciones. El plano final congelado es una perfecta definición visual del trabajo policial.
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