Les guste a algunos o no, lo cierto es que el cine se desarrolló sobre todo en la etapa muda, y después poco más se ha investigado en cuanto a sus formas y posibilidades. Algunos dicen que la causa principal es la llegada del sonido, o más bien de los diálogos, que hacen más literarias las películas. Pero hay teorías para todos los gustos. Aunque me parece poco discutible que, sobre todo en Estados Unidos, los estudios hicieron propio un esquema que, con ciertas variaciones (algunas de ellas muy interesantes), desarrollaron durante los años 30, 40 y 50, perfeccionándolo y dando forma a lo que se entiende, mal, como clasicismo.
Este clasicismo no es más (ni menos, ciertamente), que una representación deudora de la novela del siglo XIX y del teatro de principios del siglo XX, con presentación, nudo y desenlace, con conflictos y objetivos, con personajes protagonistas y secundarios, y el director como un director de teatro, que se encarga de que todo funcione, pero sin dejar una huella personal en muchas ocasiones, supeditado a las necesidades del estudio y las estrellas. El cine clásico (lo que signifique está equívoca expresión) es sólo un cine, no es el Cine.
Ahora, casi tres décadas después del colapso del sistema de los estudios, muchos claman que nos encontramos con un cine (sobre todo norteamericano) deprimente, repetitivo y sin ideas. Pero a mi juicio creo que muchos espectadores están demasiado condicionados por el pasado del cine norteamericano, que abrió ventanas al futuro sólo en el caso de grandes directores como Howard Hawks, Orson Welles, Alfred Hitchcock o John Ford, pero que, como todo “sistema”, encorsetó la representación audiovisual hasta que la fórmula se agotó sin remisión. Los directores importantes de ahora mismo, los que tienen algo que decir, o bien investigan formas de representación opuestas (aunque conociéndolas profundamente) al cine clásico, o bien se alimentan de otras cinematografías y las implementan a su herencia. Gus Van Sant pertenece al primer grupo.
Realmente lo más lógico es que muchos detesten su cine. Estoy seguro de que este director es bien consciente de ello. Y realmente le importa muy poco. Su trayectoria es irregular, extraña y fascinante, y conforme pasan los años y va cerrando su discurso y perfilando más su mirada, más irregular, extraña y fascinante resulta, pero también más importante, pues se erige en crónica (como de una forma muy diferente hace Clint Eastwood en ‘Gran Torino’) de un país en proceso de desintegración moral y social, que se debate entre sus fantasmas como una bestia errabunda, cuyos héroes no son más que reminiscencias de un pasado cada vez más lejano, y cuyo presente es un paisaje fantasmal en el que es casi imposible reconocer a víctima y asesino, al héroe del villano. La vida por fin se abre camino en el cine norteamericano. Lo quieran algunos cinéfilos o no, el pasado (por suerte) nunca vuelve, y los puentes hacia el futuro están ahí.
Y la primera imagen de este alucinado y alucinante, lisérgico casi, ‘Paranoid Park’ es precisamente el puente más grande de Portland, recortado sobre un cielo gris y cuajado de nubes azules, que amenazan tormenta, con la imagen acelerada. Sobre ese puente pasan los títulos de crédito acompañados de una música desconcertante, esquizofrénica, que mezcla sin pudor lo plácido con lo alocado, notas de suspense con arpas celestiales. Ya con el primer plano sabemos que no vamos a asistir a cine predigerido, predecible u ortodoxo. Y ya desde el comienzo advertimos un trabajo de creación sonora muy complejo, que no siempre acompaña a las imágenes en un contínuo temporal, sino que elabora por su cuenta una trama sonora que otorga a la secuencia significados dispares, que la enriquece, en suma, con ecos, susurros, temas musicales fantasmagóricos y lánguidos.
El responsable de la calidad de la imagen es el ya legendario director de fotografía Christopher Doyle (que venía de filmar la maravilla ‘Lady in the Water’ y que por cierto tiene una pequeña aparición en la película como el tío del protagonista) quien en colaboración con Rain Li, y en evidente complicidad con Van Sant, construye un imaginario visual realmente único, consistente en una gama infinita de grises y cololores desaturados, muy acorde con la atmósfera fantasmal que se pretende crear. Con una gran libertad, filman en 35 mm. y a continuación en 16 mm., ralentizando la imagen, como si fuera un sueño del que no podemos despertar. Planificando desde el estilo que Van Sant lleva edificando desde hace veinte años, pero añadiéndole mayor fluidez y flexibilidad, olvidándose del punto de vista de los personajes y adquiriendo uno etéreo, volátil, que se adentra no sólo en las vivencias del skater protagonista, sino sobre todo en su mente y en sus sentimientos más primarios.
Planos largos y densos, auténtico atentado directo y mortal contra la narración cinematográfica tradicional, saltos aparentemente arbitrarios en el tiempo que se niegan a contar la historia como otros podrían contarla, y que se convierten en personalísimas formas de acercarse a esta compleja historia de skaters desorientados, zombies, alejados de cualquier pensamiento pragmático, incapaces de adaptarse a un mundo que no sea el suyo propio interior, representado en un parque paranoide que obedece tan solo sus propias reglas y al que sólo los iniciados pueden acceder. Más que una historia criminal sobre skaters, deviene parábola del mundo interior del adolescente sumergido en infinitas dudas y carentes de atención y comprensión.
Una vez más, acompañamos por un itinerario pesadillesco a uno de los adolescentes hermosos y errabundos de Van Sant. De todos ellos, quizá Alex (interpretado con convincente neutralidad por Gabe Nevins), sea el más hermoso. Por momentos, pareciera que Van Sant le dedique una declaración de amor con la cámara, pues entrega numerosos primeros planos al rostro de este muchacho, tan bello que parece una muchacha, y tan trágico que sus momentos de skater (y los movimientos de otros skater) parecen una canción de dolor por la multiforme y siempre posible crueldad del mundo. Muchos no entrarán en estas imágenes, les repugnarán o las considerarán equivocadas, elititistas o falsamente artísticas. Directamente una negación del cine.
Yo personalmente creo que no se le puede pedir más al cine. Y de todas formas el cine me importa poco, me interesa más lo que se puede hacer con sus restos, a dónde se puede llegar con él. El cine ha muerto, larga vida al cine.