Es cierto que teníamos un acuerdo entre caballeros. Pero, desafortunadamente, yo no soy un caballero... (Gilda / Miriam Hopkins)
La semana pasada os anunciamos un nuevo especial en Blogdecine dedicado a una serie de películas que los editores consideramos que son auténticas obras maestras. Me corresponde a mí el honor de iniciar este especial al haber elegido el título más antiguo del grupo: ‘Una mujer para dos’ (‘Design for Living’, Ernst Lubitsch, 1933).
A veces pienso que Internet es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición para el cinéfilo (o cinéfago, si uno prefiere). Lo comento en esta ocasión por Lubitsch. Vi varias de sus películas siendo un chaval —‘Ser o no ser’ (‘To Be or Not to Be’, 1942) es una de las películas favoritas de mi madre—, y me encantaron, pero mi acceso a más obras del director estaba limitado a la programación televisiva, la videoteca particular de mis padres y el videoclub de mi pueblo, que por supuesto estaba repleto de novedades, no recuerdo que tuvieran una gran selección de clásicos. Con los años pude ver más películas de Lubtisch pero seguían existiendo barreras, el catálogo seguía siendo reducido. La Red cambió esto. Y para alguien que ama el séptimo arte… bueno, ¡qué os voy a contar! De pronto no hay suficiente tiempo ni espacio para tanto cine.
Puede que reconozcáis a los de mi especie, nos caracterizamos por saber el nombre de ese actor o director que siempre se te olvida, por aprovechar cualquier situación para rememorar escenas o diálogos, por buscar en todas las esquinas de las estanterías de cualquier establecimiento que venda DVDs o Blu-rays, por acumular todo lo que cae en nuestras manos, incluso películas que no nos gustan especialmente —pero algún detalle vale la pena…— y por ver todo lo que es posible en ese margen de tiempo que queda al restar las horas de sueño, el trabajo y el mínimo y necesario contacto con otras personas. No os recomiendo entrar en este club. Lo más probable es que seáis gente sensata que se da cuenta de que hay que seleccionar y no intentar ver todo (absolutamente TODO) lo que uno tiene a su disposición. Por tanto no estáis interesados en ver toda la filmografía de Ernst Lubitsch —incluyendo su etapa alemana—, solo los títulos más destacados.
Aparte de los que siempre son recordados, como ‘Un ladrón en la alcoba’ (‘Trouble in Paradise’, 1932), ‘Ninotchka’ (1939) o ‘Ser o no ser’, sin duda incluiría entre lo mejor de Lubitsch —que es como decir entre las mejores comedias de todos los tiempos— el film que nos ocupa, ‘Una mujer para dos’. El proyecto nació como una adaptación de una exitosa pieza teatral escrita por Noël Coward, que el genio de origen alemán y el guionista Ben Hecht rehicieron hasta que apenas quedaron unas líneas del texto original. Para los papeles masculinos principales, se barajaron los nombres de Ronald Colman, Leslie Howard y Douglas Fairbanks Jr. pero fueron finalmente Fredric March y Gary Cooper quienes encarnaron a Tom y George, dos amigos con inquietudes artísticas y escasa fortuna, que mientras viajan en un tren con destino a París conocen a una compatriota, Gilda, interpretada por Miriam Hopkins.
Y claro, se enamoran. Ellos de ella y ella de ellos. De ambos, sí. Porque como Gilda llega a explicar en una maravillosa escena, Tom y George son como dos sombreros muy diferentes, cada uno con sus peculiaridades que los hacen especiales, y ama tanto a uno como a otro. Sin embargo, como ocurre a menudo, el flechazo no es inmediato, incluso se caen mal. En la secuencia inicial de ‘Una mujer para dos’ —ojo a cómo Lubitsch no necesita que los personajes hablen hasta que transcurren varios minutos y a lo largo del film preferirá el gesto mudo al diálogo (a lo que hay que añadir todo lo que se sugiere en silencio)—, se presenta a los protagonistas de un modo muy ingenioso, ellos están durmiendo y ella los retrata; al observar los dibujos, George discute sobre los parecidos y así podemos intuir la gran amistad que le une con Tom.
Esta conversación lleva al descubrimiento de que los tres comparten nacionalidad —con un “¡Nuts!“ respondido por el himno tarareado; así se escribe una comedia—, que Gilda es publicista, Tom escribe obras de teatro —”…que nunca se estrenan, y soy muy bueno en eso.”— y George pinta. Cuadros que a Gilda no le gustan en absoluto. Unas horas de viaje después, los tres parecen inseparables. Pero al llegar a París, el triángulo se pone a prueba; los dos intentan conquistar a la mujer, que es incapaz de decidirse. Y hay un cuarto elemento, Max Plunkett (Edward Everett Horton), jefe y confidente de Gilda, que habla de moralidad, virtud, comodidad… pero como quedará demostrado más adelante —cuando lo pide el desarrollo de la trama—, su interés por la mujer es el mismo que el de los otros hombres y si se muestra tan amigable y protector es porque, sencillamente, es celoso y desea quedarse con ella.
Los celos también afectan a George y Tom en un principio, al darse cuenta que persiguen a la misma mujer, pero cuando Gilda revela sus sentimientos y la competición es absurda, los tres llegan a “un acuerdo de caballeros” con el que intentarán permanecer juntos felizmente; ella repartirá su tiempo entre los dos hombres ayudándoles con sus respectivas carreras —necesitadas de una musa— pero no habrá sexo. Al menos mientras los tres vivan en la misma ciudad… Sorprende encontrar una película del Hollywood de los años 30 sobre un ménage à trois donde además la mujer ocupa el lugar que habitualmente está reservado para personajes masculinos, que abarca la sexualidad de una manera tan abierta, tan “europea”, cuando aún hoy las películas que nos llegan de Estados Unidos ofrecen una visión mucho más convencional de las relaciones amorosas y del papel de la mujer en esos asuntos que tanto avergüenzan a algunos.
De hecho, el film tuvo que esquivar la censura para llegar a los cines, algo a lo que Lubitsch tuvo que acostumbrarse. La famosa magia del indescifrable “toque Lubitsch” y un reparto formidable —la química entre los protagonistas es media película— convierten ‘Una mujer para dos’ en una inolvidable, irreverente y deliciosa comedia romántica que conserva su frescura de manera extraordinaria, como si se hubiera estrenado ayer. Buscadla, no os arrepentiréis.
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