Mark Romanek es el realizador de ‘Nunca me abandones’ (‘Never Let Me Go’, 2010). Romanek tiene una amplia carrera como realizador de vídeos musicales, para multitud de cantantes o grupos, entre los que se hallan David Bowie, Madonna, Nine Inch Nails o Johnny Cash, para quien filmó su inolvidable versión de ‘Hurt’. Su debut cinematográfico fue la interesante aunque fallida ‘Retratos de una obsesión’ (‘One Hour Photo’, 2002). Para su segundo trabajo elige la adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro, a quien el aburrido James Ivory ya adaptó anteriormente en la muy conocida ‘Lo que queda del día’ (‘The Remains of the Day’, 1993), y en la más reciente ‘La condesa rusa’ (‘The White Countess’, 2005) en la que el escritor japonés escribió el guión. Al igual que su ópera prima, nos ofrece un film arriesgado, distinto, atípico, características que por sí solas no convierten en buena una película; sin embargo, Romanek ha sabido dotar de personalidad propia un trabajo casi minimalista, uno de esos films en los que la estética parece —subrayo: parece— ahogarlo todo.
Pero creo que eso sería quedarse en la superficie. Tan acostumbrados como estamos en estos tiempos a que el cine deslumbre, en la mayoría de los casos, con imágenes impactantes que nos dejen con la boca abierta, ‘Nunca me abandones’ supone todo un descubrimiento. Dejando a un lado la base literaria en la que se apoya, y que obviamente dispone de unas herramientas narrativas totalmente diferentes, Romanek se desvela como uno de esos artistas que parecen comprender como nadie el uso de la imagen. La puesta en escena del film lo es absolutamente todo, y con ella el director saca un enorme provecho de lo que, en apariencia, parece una simple premisa argumental. Con una capacidad terrorífica para la síntesis, Romanek demuestra que menos es más.
‘Nunca me abandones’ —título que, dicho sea de paso, no ayuda nada a invitar a ver el film, porque aquel que no sepa nada sobre la trama, y vea el reparto de jóvenes actores, pensará que estamos ante una comedia romántica o algo por el estilo— está ambientada en una realidad paralela a la nuestra. Sin saber si es el futuro o el pasado, la humanidad ha avanzado hasta tal punto que se fabrican clones, gracias a lo cual la esperanza de vida es de 100 años. Ese carácter atemporal, o indefinido, es uno de los aciertos del film, y no sólo porque proviene de la obra literaria, sino por la capacidad visual de Romanek de vestir la película con una aureola casi onírica, sin llegar a serlo. La cámara sirve como ventana a otra realidad, en la que dentro de un contexto de ciencia ficción, se habla del ser humano, o mejor dicho, del alma del ser humano. De su capacidad para amar, crear, soñar o aceptar el cruel destino que nos espera a todos.
Romanek marca una calculada distancia hacia los personajes centrales del film, un triángulo amoroso de drásticas y desesperanzadoras consecuencias. La frialdad con la que parece tratar la trágica historia de Kathy, Tommy y Ruth no es más que nuestro punto de vista, el de nosotros que, como espectadores y lógicamente seres humanos, somos retratados en el film como algo completamente deshumanizado —la terrible secuencia de Ruth en la mesa de operaciones haciendo su último trasplante es una buena prueba de ello—, y es precisamente la narración en primera persona de Kathy la que apoya aún más esa intencionalidad. Desde los muros del internado Hailsham, en el que vemos los primeros años de los tres personajes, lejanos al mundo y sin embargo con un destino que significa prolongarlo a costa de sus vidas cuando llegue el momento, hasta la granja en la que luego vive Kathy, el conocimiento que éstos tienen del mundo exterior, el real, es mínimo. Su educación y cuidado ha girado siempre en torno a lo que son, recipientes de órganos humanos destinados a salvar las vidas de otros.
Kathy, Tommy y Ruth no entienden ni ven la vida como lo hace el ser humano. Su conocimiento se reduce al poco trato que tienen con personas normales —el episodio de Sally Hawkins—, numerosos objetos traídos del mundo exterior —tratados con mimo por la cámara de Romanek, como representaciones del paso del tiempo—, o canciones antiguas. Su limitado aprendizaje y crecimiento, marcado por sus cuidadores, se ve perturbado por la necesidad imperiosa, innata, de amar y ser amado, y es ahí donde la película alcanza sus más altas cotas de expresión. Si los androides sueñan con ovejas eléctricas, los clones de Hailsham sueñan con cumplir su destino lo más lejano en el tiempo posible. Su única baza para sobrevivir es el amor, la única baza que posee el ser humano, y al igual que nosotros, la imposibilidad de conseguir dicho sentimiento —del que hay una clara prueba a través de los siglos en el Arte— se empareja con la imposibilidad de la eternidad. El recuerdo de sus vidas será el mismo que el nuestro, el olvido.
Carey Mulligan enamora literalmente a la cámara. El gran logro de su interpretación es comprender a la perfección esa calculada distancia emocional. Como clon criado y educado en ciertas condiciones de aislamiento, Kathy y sus amigos no saben relacionarse con el mundo exterior, el lugar donde irónicamente deberían vivir. No comprenden lo que ven y tan siquiera saben interpretar un simple menú en una hamburguesería. La actriz logra un crescendo dramático en su personaje y la interiorización de sus supuestos sentimientos está perfectamente plasmada. La contención de Mulligan —a Keira Knightley, lo peor de la cinta, la dejo a un lado, aunque su elección bien podría darse por sus no aptitudes dramáticas— sumada a esa cámara fría y lejana, da lugar a una atroz desolación, aquella que marca la existencia de los personajes incluso en sus momentos más tiernos. A la maravillosa declaración de amor en el bosque me remito, con un Andrew Garfield sorprendente, ese Tommy que siempre va un paso por detrás de sus dos compañeras femeninas. Sus gritos de rebeldía, señales de su incorformismo y no entendimiento, parecen los detalles más humanos de su personalidad. La rabia como posible tabla de náufrago, al igual que las silenciosas lágrimas finales de Kathy.
Ver 17 comentarios