Robert Eggers y Jarin Blaschke se reafirman como un dúo capaz de firmar las peores y más bellas pesadillas
Dar forma a un largometraje y llevarlo a buen puerto desde su primer estado como simple idea hasta su proyección, con suerte, en la gran pantalla, es una empresa tan dura como complicada; pero entre todos los escenarios posibles, uno de los más delicados a los que puede enfrentarse un cineasta es el de versionar una historia que se ha contado con anterioridad decenas de veces.
En el caso de 'Nosferatu', a este este peliagudo punto de partida debemos sumar que los precedentes incluyen algunos de los títulos más reverenciados dentro del nutrido género del terror —ya sea chupasangre o no—, incluyendo las obras maestras de F.W. Murnau, Werner Herzog o, si nos lanzamos a la vis anglosajona de la criatura, Francis Ford Coppola. Y es precisamente por esto que entrar en el terreno de las comparaciones tiene menos sentido que nunca.
Tratándose de un proyecto soñado para Robert Eggers y con un trío de precedentes de la talla de 'La bruja', 'El faro' y la injustamente denostada 'El hombre del norte', la confianza en él era prácticamente plena. Lo que no esperaba en absoluto era que los 132 generosos minutos que dura la película lograsen sumirme en un estado a medio camino entre el trance y la fascinación que me obliga a coronar definitivamente al de New Hampshire como uno de los reyes del horror contemporáneo.
Cuestión de contrastes
La 'Nosferatu' de 2024 no es una obra fácil de digerir. Quien esté familiarizado con la filmografía de Eggers sabrá que no es un autor al que le guste hacer las cosas con prisa, y no estamos ante una excepción a esta norma, porque el relato se presenta marcado por una cadencia que colinda lo hipnótico y que, desde luego, no será del agrado de todos los espectadores. Una característica que se transforma en baza indiscutible al combinarse con unos niveles de intensidad altísimos y constantes.
Desde que arranca su primer acto, la cinta evita en todo momento pisar el freno, manteniendo una velocidad de crucero estable y apostando por el "sin prisa, pero sin pausa"; algo que desesperará a algunos y que, por otro lado, dejará hechizados a quienes se entreguen a sus oscuros placeres. La experiencia podría compararse a mirar una lámpara de lava hermosa y terrorífica a partes iguales.
Y es que lo que convierte a 'Nosferatu' en un triunfo sin paliativos es el equilibrio simbiótico entre dos polos opuestos que, además de estar presentes en la historia, el discurso y los personajes, se ve reflejado a la perfección en pantalla a través de una colección de imágenes grotescas, pero de una belleza extraordinaria. Un balance que queda personificado por el Conde Orlok de Bill Skarsgard: repulsivo y extrañamente atractivo a partes iguales.
Canalizando esto tenemos al nombre capaz de eclipsar tanto a Eggers como al resto de estrellas de la función: Jarin Blaschke. El director de fotografía, fiel colaborador del realizador, firma un milagro técnico y estético en 35mm rebosante de juegos de claroscuros, precisos movimientos de cámara, velas y antorchas para iluminar varias escenas nocturnas sin trampa ni cartón, atmósferas densas, lunas plateadas... 'Nosferatu' es un deleite visual que nos invita a observar el horror embelesados igual que Ellen mira a Orlok, y que nos regala un plano final de los que se quedan grabados a fuego en la retina.
A pesar de que muchos tacharán la película de excesivamente teatral en su uso del diálogo y en el cariz de sus interpretaciones —y, de hecho, puede que lo sea—, esto, lejos de ser un palo en la rueda, termina jugando a favor de esta reinvención del clásico mudo y de su modo de transportarnos al siglo XIX más frío, lúgubre y tangible mientras vela una esencia literaria que funde devoción nostálgica con voluntad de renovación.
Sumemos a todo esto una exploración de los mitos vampíricos lúcida y terrenal, equiparable a lo que hizo Eggers con la cultura vikinga en 'El hombre del norte', y a una Lily Rose Deep que, contra todo pronóstico, ha terminado dando la sorpresa con su papel protagonista, y encontramos una nueva joya del género que demuestra lo poco que importa regresar a una historia que conocemos al dedillo cuando está narrada con tamaña maestría y personalidad.
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