Las películas de Patrice Leconte llegan de forma desordenada a nuestro país. Hace poco nos llegó su penúltima obra, ‘La promesa’ (‘The Promise’, 2013), y el pasado mes de junio, la última, ‘No molestar’ (‘Une heure de tranquillité’, 2014), la cual ha pasado sin pena ni gloria por nuestras carteleras. Aún recuerdo cuando el cine de Leconte, con películas como ‘El marido de la peluquera’ (‘Le mari de la coiffeuse’, 1990) o ‘La maté porque era mía’ (‘Tango’, 1993), era esperado con mucho más interés del que demostramos hoy día. Mucho ha pasado desde entonces, aunque nuestra distribución sigue dejando mucho que desear.
Leconte, en tiempo en los que muchas películas, incluso en el campo de la comedia —léase el gurú Judd Apatow y sus insufribles producciones, por poner un ejemplo—, alcanza o superan las dos horas de duración, se arma de valor y sobre todo de síntesis, para hablarnos de un montón de cosas —demasiadas en tan sólo 79 minutos—, siempre con un tono cómico. Un film frenético que no siempre encuentra el punto adecuado, pero es sumamente entretenido, está muy bien interpretado, y toca muy finamente temas como la cultura de las personas, la memoria y la libertad de la verdad.
Christian Clavier da vida a Michel, un hombre muy bien acomodado que un día descubre en una tienda un incunable del jazz, un disco que ha perseguido durante años. Completamente ilusionado lo compra y decide irse a casa a escucharlo con tranquilidad, pero todo se pone en su contra en un día en el que parecerá que lo mejor que podría haber hecho es no levantarse. Hasta seis veces será interrumpido en la escucha del disco que ha esperado toda su vida. Una esposa con un secreto del pasado, unas obras en casa, un hijo al que no comprende, una amante, y un vecino plasta serán algunos de los elementos externos que se interpondrán entre Michel y la libertad del jazz.
Basada en una obra teatral de enorme éxito, uno de los méritos de Leconte es precisamente huir de una puesta en escena teatral, logrando una pieza puramente cinematográfica, con la mayor parte de la acción transcurriendo en el piso de Michel. Clavier lleva sobre sus hombros prácticamente todo el peso del film, logrando una de sus mejores interpretaciones, alejada de los histrionismos de otras épocas. Alrededor de su personaje, como si se tratase de una obra de jazz, surgen, improvisadamente, todo tipo de problemas, desde la diferencia generacional a la diferencia de gustos artísticos, o lo realmente vital en las vidas de cada persona.
El disfrute de lo auténtico
Con un insólito uso del scope —una de las marcas de su director— Leconte llega en ocasiones a tocar la vida, a resultar verdadero. Siempre con la risa y alegría como objetivo —todos los “dramas” del film, la infidelidad, un hijo que no es de quien se cree, la inundación en el piso, peleas, están pasadas por el filtro de lo cómico, sin llegar jamás a resultar zafio o simple, aunque tampoco profundo— y un poco cuidado montaje —esos 79 minutos parecen recortes en la sala de montaje, ganando en ritmo y perdiendo continuidad en algunos instantes—, Leconte llega a sorprendernos con instantes inesperados, sobre todo en uno de los desenlaces más emotivos que ha visto el cine europeo en años.
‘No molestar’ —título español mucho menos apropiado que el original, que sería ‘Una hora de tranquilidad’— incide en las diferencias. Padres e hijos, hombres y mujeres, diferencias raciales… El episodio de los inmigrantes que el hijo de Michel recoge en su casa no es más que para establecer un enlace que parece metido a calzador, aquel que Michel ya solo en casa para escuchar su amado disco —relacionando de forma cruel la pasión con la soledad—, tras un pequeño accidente, conversa con una niña inmigrante, a través de la cual descubre una solución en la que no había pensado. Y de quién menos se lo esperaba, al considerarse superior, socialmente hablando.
Así pues, también en tono jocos, la diferencia de clases navega sobre ‘No molestar’ —los inmigrantes, el trabajador portugués que le recuerda que siempre paga sin facturas—, pero termina recayendo en las diferencias vitales de la gente más próxima —la conversación sobre música con el vecino es delirante y muy significativa—, y sobre todo con los que te dieron la vida, y la libertad —como el jazz— de elegir. La secuencia final de la película, que casi parece sacada de otra, es un prodigio de síntesis, al reunir en ella amor al arte a pesar de las diferencias, honra la memoria, e invita a disfrutar de un disco rayado de jazz, con el más sano humor, el del disfrute en compañía.
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