El director Zhang Yimou, uno de los más refinados y sabios cineastas de la actualidad, experimentó dos grandes dificultades en su vida, y ambas confluyen en un poema pedagógico filmado en 1998 y estrenado en 1999, titulado ‘Ni uno menos’ (‘Yi ge dou bu neng shao’). La primera fue verse obligado a trabajar en plantaciones de arroz durante su juventud, antes incluso de entrar a estudiar en la escuela de cine. Durante diez años llevó a cabo ese duro trabajo, pero lejos de recordar esa época con amargura, no se ha cansado de repetir que se trata de los años más importantes de su vida, pues allí conoció y se enamoró del hombre corriente y trabajador, y del ambiente rural, que durante muchos años han sido los protagonistas absolutos, con sus miserias y sus dignidades, del cine de este eminente artista. Y la segunda fue la presión que, durante un tiempo, Yimou sufrió por parte de la férrea administración política de su país, que hubiera sido más ferrea con él si su cine no lo hubieran aclamado en occidente como lo han hecho. Convertido, casi de disidente político a divulgador de la cultura china, o embajador cultural de su país, Yimou no lo tuvo siempre tan fácil.
Supo esperar, desde luego, para uno de sus relatos contemporáneos (recordemos que la mayoría de sus dramas están situados en un pasado más o menos reciente, y por lo tanto es menos susceptible de ser considerado como un ataque a la situación actual del país…aunque nunca se sabe, que le pregunten a Tarkovski), que además es muy crítico con la situación del sistema educativo de su país y con la situación del mundo rural, prácticamente tercermundista. Pero a finales de la década de los noventa, Yimou ya se había convertido, además de en un maestro de su oficio, en un avezado driblador de la censura de su país, y sabía dar duro a ciertos temas sin por ello dejar de demostrar un profundo amor al país que le vio nacer, a sus gentes y a sus caracteres primordiales. ‘Ni uno menos’ puede ser su película más austera, alcanzando un ascetismo difícil de describir, que no está reñido sin embargo con una profunda conmoción emocional y con una puesta en escena estilizada, casi, hasta la abstracción. Obras de arte como esta, y como otras que de vez en cuando tenemos la suerte de poder disfrutar, son las que hacen que el cine valga la pena, y las que dan verdadera medida de lo que se puede hacer con él.
Zhang Yimou sabe de lo que habla: vivió de primera mano la Revolución Cultural china, la misma que le obligó a dejar los estudios y a ponerse a trabajar duro. Esa revolución fue la que provocó las docenas de millones de analfabetos que lastraban el crecimiento del país, niños del campo que se habían visto obligados a trabajar, o a mendigar las más de las veces, en las grandes ciudades. Durante los noventa, un plan del gobierno intentó disminuir, o al menos frenar, esta riada de menores de edad que se quedaban sin un futuro, con poco éxito. De ahí nace el deseo de Yimou por esta historia, que se atrevió a filmar en su mayor parte con actores no profesionales (niños, profesores y alcaldes que se interpretaron a sí mismos), empleando cámaras ocultas para no destruir la espontaneidad de algunos momentos irrepetibles, un uso de la luz completamente natural y sin alardes, y todo ello en un ambiente rural al que apenas hubo que añadir o restar nada. Extraer de todo ello un poema de este calado, es de una audacia y una humildad increíbles. Una película de buenos sentimientos, que esconde en su interior una despiadada y nada complaciente visión del mundo, y que puede aplicarse a cualquier parte del globo, dada su universalidad.
La terquedad de la profesora suplente
El argumento es de una simplicidad que deja en cueros a tanto cuentacuentos que confunde complicación con profundidad: en un mísero pueblo en mitad de ninguna parte, con los caminos y las casas más polvorientos que imaginar quepa, con un colegio que se cae a pedazos, la madre del profesor se pone enferma y el alcalde encuentra una sustituta de trece años para hacerse cargo de los pequeños. Le deja una tiza por día, para que hagan las cuentas, y le encomienda que ni uno solo de los pequeños deje de ir a clase. Cuando vienen a buscar a una niña para ayudarla en una futura carrera en atletismo, tiene que aguantarse, pero cuando el pequeño Zhang, el más gamberro e insoportable de la clase, se ve forzado a irse a trabajar a la ciudad, será el inicio de una odisea inolvidable, en la que la insólita profesora, por nombre Wei, no parará hasta encontrar a su alumno perdido y conseguir que vuelva al pueblo a terminar los estudios. Su terquedad, su inquebrantable fuerza de voluntad, moverán montañas. Ella entregará a todos los alumnos, ni uno menos, cuando vuelva el profesor titular.
En este itinerario, Yimou aprovechará para introducir varios temas, como la necesidad de adaptarse a un mundo en el que lo que prima, desgraciadamente, es el p… dinero. Obligada a comprar un billete de ida y dos de vuelta para regresar con Zhang, y a fabricar carteles para tener alguna oportunidad de encontrar al alumno perdido, ella y toda la clase se dedicarán a hacer cuentas (y de paso, a aprender matemáticas) para calcular el dinero necesario. Y una vez calculado, conocerán la dureza del trabajo físico, un trabajo que reporta muy poco capital y con el que apenas se puede subsistir. El valor del trabajo, y el valor del dinero, no valdrán nada una vez Wei llegue a la despiada ciudad, en la que si no te conoce nadie, y no posees un empleo, eres menos que nada. Pero Wei, siendo una mota infinitesimal en el universo, es incansable (o, mejor dicho, más terca que una mula…), y nos emocionaremos observando hasta donde es capaz de llegar con tal de conseguir su objetivo. Y seremos testigos del poder de la televisión, pero sobre todo del poder de las personas cuando se compadecen (es decir, “sienten dolor con”) de otras personas, y les echan una mano para poder seguir adelante, por muy oscuro que se presente ese “seguir adelante”.
La forma en que Yimou narra y observa, con la mirada más limpia y luminosa que conoce el autor de estas líneas, es absolutamente maravillosa: me asombra de qué forma introduce la cámara entre docenas de críos, capturando una verdad, una energía, indescriptibles, permitiendo que los gestos y las actitudes de unos niños de muy pocos años de edad se adueñen de la pantalla y se hagan autores de ella; haciendo al espectador partícipe de un ritmo y un tempo muy definidos, casi reales; olvidándose de todo divismo o autocomplacencia para dejarse la piel en una historia en apariencia pequeña, solo en apariencia; convirtiendo la parábola de las tizas de colores, al final, en un rayo de esperanza, en un caso que acaba bien entre millones que terminan en tragedia. Por eso es un amargo final feliz, porque sabemos que, aunque en este caso se ha optado por contar una historia terrible que conoce la compasión y un casi milagroso cambio, la situación sigue siendo espeluznante para millones niños de zonas pobres, y Yimou no tiene ninguna intención de plantear una mentira cinematográfica. Su intención, por contra, es la de siempre: convocar, gracias a un lirismo arrollador, lo mejor de nosotros mismos.
Conclusión
No hay muchas películas como ‘Ni uno menos’. Con ella, después de ser rechazada con polémica por los del Festival de Cannes, ganó el León de Oro en Venecia. Pocos meses después, en Berlín, ganaría el Gran Premio del Jurado, en forma de Oso de Plata, con ‘El camino a casa’ (‘Wo de fu qin mu qin’, 1999). Con ese díptico extraordinario, después de la no menos extaordinaria ‘Keep Cool’ (‘You hua hao hao shuo’, 1997), Yimou establecía su magisterio por encima, casi, de cualquier otro cineasta occidental, y agrandaba su leyenda como cineasta, presionando sobre los límites de la ortodoxia narrativa y, al mismo tiempo, homenajeando el neorrealismo, y lo más emocionante del cine de Ford y Kurosawa, que son sus grandes maestros. No se puede pedir más.
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