Un anciano del Medio Oeste norteamericano, Woody Grant (Bruce Dern) está convencido de que le ha tocado una valiosa suma de dinero en un concurso que probablemente sea otra estafa. Tras diversos intentos, su hijo David (Will Forte) emprenderá un viaje con él para recoger el premio y que su padre quede en paz.
Es curioso como decimos con frecuencia que conectamos con una película después de expresar nuestra admiración por ella. Es, por una parte, un ejercicio de sinceridad: confesamos nuestra parcialidad. Pero también tiene algo tontamente vanidoso: pretendemos atribuirnos un lazo al creador, cuya sensibilidad reconocemos y, al mismo tiempo, reconoce la propia hasta el punto de usar expresiones como "parece una película hecha para mi".
Me sucede lo contrario con el cine de Alexander Payne y bien estaría que lo confesara. Sus personajes o me caen mal o me generan un profundo asco inicial. ¿Qué decir del patético Warren Schmidt (Jack Nicholson) de 'A propósito de Schmidt' (About Schmidt, 2002)? Un gris actuario en crisis existencial porque lo han jubilado de su trabajo en Omaha, Nebraska.
Y qué decir de los protagonistas de 'Los descendientes' (The Descendants, 2011) que gestionan, nada más y nada menos, que el turismo más hortera y feo de Hawai. No quiero visitar a los personajes de Payne, porque, precisamente, me recuerda capas decididamente vulgares de la existencia, no las ennoblece en modo alguno, no añade algún que otro aderezo. Aquí, además, opta por un blanco y negro limpio, evocador como ha dicho mi compañero Alberto. Mikel habla, en cambio, de cine atemporal.
Un encuentro
Y esa es la razón por la que considero que es un cineasta mucho más valioso que sus más estimados contemporáneos. Porque Payne no hace grandes casas de muñecas como Wes Anderson. En su cine, la realidad ha ensombrecido todo lo demás y la mezcla de comedia y drama emerge de un modo tan aparentemente natural como, en el fondo, elaboradísimo.
Que Payne no firme este magnífico guión, obra de Bob Nelson y apenas retocado por el director antes de rodarla tras una preproducción que duró una década, resulta también inverosímil pues están muchos de sus hallazgos. En 'Nebraska' (id, 2013) hay muchas (y muy insólitas) virtudes, pero una es la que ya Antonio Trashorras recordaba en su crítica.: el cineasta nos lleva adonde quiere. No nos compadecemos de sus personajes, sino que alcanzamos comprender un dibujo de sus miserias y sus virtudes. Llega un momento donde nuestra posición como espectadores, habitualmente ratificada por directores que nos recuerdan quien es el héroe o, al contrario, quien la víctima, queda en entredicho.
Precisamente por eso hay que ver a Payne. Nos hemos acostumbrado a la comodidad, al cine - de autor o comercial - que acaricia nuestras expectativas para luego sumergirlas en otro proyecto futuro. Curiosamente, el tema de la película es la falta de futuro y el peso de todo el pasado. A través del recorrido, unos sobrenaturales Bruce Dern y Will Forte atraviesan también las regiones desagradables de la vida: la família, los intereses económicos, los amores perdidos, los sueños, a veces patéticos y otras conmovedores, alguna incluso ambas, el dolor de los ausentes y desaparecidos.
Pero la película jamás se permite visitar el territorio de la trascendencia, estamos en las antípodas del cine de Terrence Malick. En vez de eso, ante la muerte, tenemos un inesperado y brutal gesto soez de la madre, encarnada por una carismática June Squibb.
En todo el viaje, asistimos a un encuentro. No es el del viejo con sus sueños, sino el del hijo, de vida no menos dificultosa y común, con su padre. Basta una camioneta, un paseo por los lugares en los que la vida pudo ser un poco menos tumultosa, pero nunca lo terminó siendo, y surge un gesto de amor. No hay redenciones, claro y a ello ayuda el exquisito trabajo de luz de Phedon Papamichael, colaborador habitual de Payne y de otros maestros genuinamente cómicos como Judd Apatow.
No sé si lo han deducido ustedes, pero 'Nebraska' es una obra maestra y una de las grandes películas del cine norteamericano.
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