'Nebraska', la nostalgia

La noche de los Oscars se dividirá en sus premiados entre ‘Gravity’ (id, Alfonso Cuarón, 2013) y '12 años de esclavitud’ (’12 Years a Slave’, Steve McQueen, 2013), para un servidor de lo mejor estrenado durante el año pasado entre nuestros cines. Cualquiera de las dos podría hacerse con el premio gordo de la noche y yo no me quejaría, como tampoco lo haría, y de hecho creo que lo merece más, si la triunfadora fuera esta ‘Nebraska’ (id, Alexander Payne, 2013) que hoy nos toca. La nueva película del director que ya tiene dos Oscars como guionista está filmada en un blanco y negro de tonos luminosos en la que somete a sus personajes a un viaje hacia la nostalgia, de claros tintes clásicos y unas gotas de modernismo cuya mezcla no chirría ni lo más mínimo.

Bruce Dern —un excelente actor que para mí es una parte importante de mi infancia cinéfila con películas como ‘Naves misteriosas’ (‘Silent Running’, Douglas Trumbull, 1972) o ‘Driver’ (‘The Driver’, Walter Hill, 1978)— en un papel para el que se quería a Gene Hackman o Jack Nicholson entre otros, protagoniza de forma muy sensible, como sólo los grandes actores veteranos saben hacer —recordemos a Leonardo DiCaprio al recoger el Globo de oro y recordar que si se quería aprender algo sobre interpretación se echase un vistazo a la filmografía de Dern— un emotivo relato sobre tiempos pasados, la identidad y lo falso de la vida. El ejercicio retro que propone Payne es de una delicadeza abrumadora.

La farsa de la vida

(From here to the end, Spoilers) La película narra un viaje físico, y sobre todo emocional. Estamos pues ante una road movie en toda regla. Woody Grant es un anciano con algo de demencia que un día recibe uno de esos premios que no son más que una forma de publicidad engañosa. Convencido de que ha ganado un millón de dólares se dispone ir desde Montana hasta Nebraska a cobrarlo. Su hijo David —un sorprendente Will Forte— tratará de persuadirle, pero viendo que es inútil decide llevar a su padre para que se convenza él mismo. Lo que en principio parece un viaje inútil se convertirá en toda una experiencia al recaer en el pueblo en el que crecieron como familia y la verdadera naturaleza de los que fueron amigos y familiares haga acto de presencia cuando se corra la voz de que Woody va a ser millonario.

Estamos hablando muy probablemente del trabajo más perfecto detrás de las cámaras de Alexander Payne, curiosamente aquel en el que no ha intervenido como guionista, aunque por supuesto conoce mejor que nadie la forma de dar vida al texto de Bob Nelson. Que Payne no haya firmado el guión esta vez no significa que no lo conozca mejor que nadie y sea el perfecto para contarlo en imágenes, como hacían dos grandes narradores no firmantes de guión, pero sobre el que tenían el control absoluto: Alfred Hitchcock, director radicalmente alejado del estilo de Payne, y John Ford, con el que ‘Nebraska’ ya posee paralelismos. Es precisamente el lirismo de éste el que soma en una película sencilla y profunda, más de lo que aparenta a simple vista. Una historia bella que se revela única y exclusivamente a aquellos que saben amar, esto es, saber mirar.

Evocador blanco y negro

En ‘Nebraska’ conocemos la historia que se nos muestra en apariencia, la de un loco entrañable y cascarrabias que quiere a toda costa cobrar su premio, mientras todos los buitres vuelan a su alrededor disfrazados de familia y amigos que quieren una recompensa por favores pasados cuya verdad se pierde entre las distintas versiones que asoman a cerca de la vida de Woody. Detrás de todo eso queda el sueño de un hombre que tal vez quiso una vida mejor para los suyos —sus ansias de dejarle a sus hijos un camión porque representa una pertenencia física que se puede ver y tocar—, y queda la historia oculta de alguna que otra historia de amor de una mujer que nunca le dejó llegar a la base —eran otros tiempos—. Atención a la visita en el cementerio. Mientras su mujer —maravillosa y divertida June Squibb— habla con su hijo de lo puta que fue su cuñada, el rostro de Woody alcanza por primera vez en la película serenidad y seriedad. Su respetuoso silencio le delata ante el espectador. La profundidad de campo convertida en verdad, aquella que siempre se encuentra bajo la apariencia.

Se ha hablado mucho sobre la decisión de Payne de filmar la película en blanco y negro, que tal vez no era necesario y dilemas por el estilo. Creo que es bien sencillo. El ejercicio de nostalgia por tiempos pasados es tan evidente que iniciar y finalizar la película con un viejo logotipo de Paramount es más que lógico y coherente. Más allá encontramos una fusión de influencias tan maravillosamente sintetizada que es casi imposible citarlas todas, pero en la película de Payne se halla Ford, se halla Bogdanovich, se halla Bergman, y buena parte del clasicismo estadounidense, reunidos por Payne en tranquila y sorprendente armonía. ‘Nebraska’ narra sus verdaderas historias en silencio, como la lejana mirada de un muy acertado Bruce Dern, como la fanfarronería de un Stacy Keach en sus mejores tiempos. Como ese desfile final a ojos de una vecindad alucinada y envidiosa que quiso creer una ilusión y tergiversó una verdad. Como la puta y triste vida es a veces. O siempre.

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