Hay una característica que vertebra la mayoría de los talent-shows que se emiten en la actualidad, desde los de cantantes tipo 'La voz' o 'Operación: Triunfo' a los batiburrillos de habilidades dispares a lo 'Got Talent', pasando por los especializados en cocina o coser puñetitas. En todos ellos el talento se nos presenta como algo mágico y espontáneo, algo que brota como una pizpireta flor de las almas de los concursantes.
El talento no funciona así: desde cantar una canción de Objetivo Birmania a hacer una madalena, la consecución de ese talento ha llevado aprendizaje, esfuerzo, constancia y muchos errores. Muchísimos. Canciones graznadas ante la desesperación de unos padres con tapones en los oídos, juegos de magia que fallan estrepitosamente ante decenas de personas, acrobacias que acaban en trompazo y coreografías que dan pena hasta que no se repiten diez millones de veces. El talento artístico consiste en esquivar continuamente esos errores, y por eso 'Nailed It!' resulta tan brutalmente subversivo.
Esta serie de seis programas de media hora recién estrenados por Netflix lanza a todos esos talent-shows amilbarados e irritantes un mensaje bienhumorado pero demoledor: el talento se agazapa tras el desastre, y no hay nada más humano que celebrar esos desastres como pasos hacia el éxito. En 'Nailed It!', que se basa en el popular meme de Internet con el que la gente exhibe desastres pasteleros al irónico grito de “¡Lo he clavao!”, esos apocalipsis vienen en forma de muffins sin consistencia, masas inestables, cantidades de colorante insalubres y algo que caracteriza a los auténticos artistas, pero de lo que muy pocos pueden presumir: toneladas de autocrítica.
Cada programa está presentado por la cómica Nicole Byer, todo un descubrimiento ya que su brutal sentido de la comedia física y su capacidad para la réplica rápida son lo más cercano a un dibujo animado en la televisión actual. Está compañada del experto pastelero Jacques Torres y un juez invitado (por ejemplo, Silvia Weinstock, una anciana que parece salida de una versión borde de 'Las chicas de oro', pero que le hizo la tarta de bodas a Kim Kardashian y Kanye West), que analizan el trabajo pastelero de tres concursantes que tienen que imitar tartas de primera categoría como buenamente puedan.
Viva el error y el horror
Los resultados son horribles porque los tres aspirantes tienen conocimientos de cocina muy limitados, pero los suplen con un entusiasmo no ya culinario sino directamente vital absolutamente infeccioso. En los vídeos de presentación, una concursante afirma que quiere cocinar mejor para ser mejor madre. Corte a las caras de sus hijos, devastados por dentro en la contemplación de las galletas con peor pinta de la historia. O un loco que dice que quiere montar un negocio de tartas, pero que le falla “solo” la parte de hacer las tartas.
Este entusiasmo se contagia a absolutamente todo el programa. El ritmo es febril, como lo son los desastres en la cocina que se van sucediendo: un microondas que casi explota, viajes furtivos al cuarto de los ingredientes a por chupitos de vodka, concursantes que se niegan -con los efectos culinarios de esperar- a seguir las recetas porque solo obedecen sus propias reglas (¡esto lo dice un policía retirado!)... Es lo más parecido que se puede encontrar a un 'Jackass' protagonizado por chiflados que se creen cocineros.
Y todo aderezado con comentarios sarcásticos de Nicole y sus jueces, que pasan también con rapidez de la estupefacción a la seria preocupación por la integridad física de todos los presentes. Y pese a que jueces y presentadores se ríen en las caras de los concursantes y de sus platos deficientes (como hacen los propios concursantes), no hay en ningún momento esa horrible humillación con la que se recrean, por ejemplo, los jueces de 'Master Chef' y sus horribles comentarios de bullies venidos a más solo porque saben hacer una tortilla.
Que el programa no se toma en serio a sí mismo está claro desde el momento en el que una de las estrellas es el Ayudante de Dirección Wes -con esa cara de “lo único que quiero es acabar la jornada e irme a tocar con mi banda de death metal”- o que el premio de diez mil dólares que se lleva el pastelero menos atroz se le dispara a los morros con una pistola de billetes. Todo culmina con una celebración sin rencores y un selfie, porque vale, uno se lleva diez mil pavos, pero y las risas qué. Eso no tiene precio.
Por encima de todo ello, de esta diversión pura con un punto infantil realmente contagioso, hay un componente corrosivo y que pone en solfa el lado más oscuro de los talent-shows: la celebración de lo feo, de lo erróneo, de los desastres, que aquí se convierten en algo valioso. Porque a menudo las tartas que salen arrastrándose, burbujeando, desplomándose de los abismos de los hornos de 'Nailed It!' están no ya comestibles, sino directamente apetitosas, pese a ser engendros de estética mutante.
'Nailed It!' festeja que no solo los que cantan bien, los que bailan bien y los que cocinan bien merecen atención, porque lo que importa es cantar, bailar y cocinar, y lo demás ya irá llegando. Y si no llega, no pasa nada. Una lección muy valiosa, escondida en un rincón del catálogo de Netflix, y que transpira más humanidad que nueve temporadas completas de 'Operación Triunfo'.
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