"Los pobres son príncipes que tienen que reconquistar su reino"
Además del cine, hay dos cosas que le gustan mucho a Agustín Díaz Yanes: los toros y el flamenco. Como aborrezco los toros y el flamenco sólo me gusta según en qué formas, pero el cine todavía me sigue interesando mucho, me gusta la manera en que los toros marcan el destino de todos y cada uno de los personajes de la película, como un hado cruento que todos ellos deben superar, aunque sus fuerzas no alcancen ni siquiera para mirarlo de frente. Y también que el flamenco, en su forma de arrebatado quejido, o alarido, esté presente en esta historia de mujeres desesperadas, inmersas en la España de finales del siglo XX, luchando día a día para no verse devoradas por un mundo despiadado al que el sufrimiento de ellas le trae sin cuidado. En el desierto de cine que fue la cinematografía española de los años noventa (que comparado con el de ahora, casi parece un oasis...) la irrupción del debut de Díaz Yanes como cineasta, en 1995, cuando el Anticristo se hacía corpóreo, Gloria Duque volvía de México para enfrentarse a sus demonios, al machismo, al acoholismo y la soledad.
Tampoco es cuestión de considerar 'Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto' una película sin mácula alguna, una muestra de género perfecto y apasionante. No lo es. Ahora que han pasado dieciséis años, sus defectos, así como sus virtudes son más evidentes que entonces. No resiste comparación la solidez rocosa del mejor Urbizu ni con grandes títulos españoles del pasado, pero es una película que tiene algo. La representación cruda y prosaica del día a día entre una mujer madura que se acerca a la ancianidad y una chiquilla que ha dejado atrás la juventud y se enfrenta a la esclavitud de la vida adulta. Y, en medio, la sanguinaria historia de la redención de un matón mexicano entrado en años, cuya hija enferma le hace caer en la miseria del arrepentimiento. Y de todo esto deduce un principiante lleno de amor por el cine una aventura de género balbuceante pero generosa, desequilibrada pero compasiva, que en muchos momentos atrapa la imaginación del espectador.
Un toro deja malherido para siempre al marido de Gloria de un trompazo fatal, y ella, que no puede soportar una vida gris, se larga a México tres años en busca de otra existencia, y conoce la pesadilla de los narcos, de la muerte violenta y de la sangre a chorros. A su vuelta, tendrá que lidiar con la suegra a la que dejó tirada, con el paro brutal de un país siempre acogedor y con su condición de mujer, pisoteada una y otra vez por los hombres. Cuando Victoria Abril leyó el guión, le exigió a Díaz Yanes que lo dirigiera él si quería que ella interpretase a Gloria, y el escritor se convirtió por fin en cineasta. Y aunque posteriormente este comienzo prometedor se ha convertido en una pequeña joya, teniendo en cuenta lo que vino después, Díaz Yanes la dirige con ausencia de todo divismo, entregado a una historia contada con pocos medios económicos pero muchos medios emocionales, poniendo la cámara a la altura de la mirada humana, solidarizándose con los currantes, con los parias, con los que nada tienen que perder salvo litros de sangre o algunas lágrimas.
Un triple sacrificio
El director ya ha declarado unas cuantas veces sus razones para que los gangsters de esta historia sean mexicanos y no españoles, cuando podrían haber sido patrios perfectamente. Según él, y en parte estoy de acuerdo con esta idea, al espectador español le cuesta mucho creer en una mafia de su país cuando la ven en pantalla. Todo ello implicaba unos condicionantes de producción que no obligaron al equipo a irse a México, pero sí a dar una apariencia mexicana a algunos barrios de Madrid, tarea lograda gracias al talento del diseñador Benjamín Fernández y del decorador Carlos Bodelon. Pero, mucho más importante, se triangula así una concepción del sacrificio tan tradicionalmente cristiano, latino si se quiere, que obliga a pagar pecados con sangre, y amarguras con dolor físico. El sicario Eduardo, asesino a sueldo de la mafia mexicana, la errabunda Gloria y la granítica Doña Julia, llevarán a cabo un triple sacrificio, en nombre de sus seres queridos, lo que más allá de muerte y desolación les proporciona una extraña dignidad, una razón para sobrellevar la carga de sus vidas.
Y aún más. Aunque para muchos sea su desgracia, este relato ahonda con lucidez en la España de los trabajos basura, del machismo cruel, del infierno del alcohol como única salida. La mirada exhausta de Gloria vertebra una secuencia serena en el fondo pero vibrante en lo formal, que da lugar a momentos de una intensidad difícil de igualar en sus momentos cumbre. Y hablo de momentos como el robo a la peletería, resuelto con un nervio y un suspense realmente admirables. Nos sentimos identificados con esta mujer solitaria en el abismo, capaz de birlar carteras, disparar a bocajarro con una escopeta, o arrastrarse por el fango del autodesprecio. Victoria Abril le da vida, y esta actriz vuelve a ser una fuerza de la naturaleza, una intérprete superdotada capaz de bordear la exageración y de salir triunfante de ella, plenamente convertida en su personaje, y cuyo rostro, cuerpo y voz expresa toda su convulsión interior. A su lado, Pilar Bardem en uno de los papeles de su vida, una mujer de gran humanidad y fortaleza. Es la relación entre ambas el corazón y el alma de la película.
Pero no sería justo dejar de nombrar a un Federico Luppi imperial, que lleva la película por su propio camino, que se integra perfectamente en el drama femenino central, y que se erige en ángel guardián, aunque involuntario, de las vicisitudes de Gloria, de cuya supervivencia, cree él, depende la salvación de su hija moribunda. Díaz Yanes dirige muy bien a estos tres intérpretes, y goza de la inteligencia suficiente para entregarles a ellos la autoría total de las imágenes, limitándose a narrar con eficacia y sencillez. En ocasiones, su falta de experiencia le juega malas pasadas, y su error al calcular sus limitaciones le lleva a secuencias más ambiciosas y menos logradas, pero se advierte el talento genuino de un narrador que cree en lo que cuenta y que ha mamado el cine y sus complejas aristas artísticas. Con este guión de hierro, coescrito junto a Alejandro Pose, al menos se arma de la solidez necesaria para no naufragar en los momentos clave.
Conclusión
Con una música muy acertada de Bernardo Bonezzi, una fotografía seca y áspera de Paco Femenía, y un montaje soberbio de José Salcedo, 'Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto' goza de una justa fama en nuestro cine. Con sus defectos, se beneficia muchísimo de tres actorazos en estado de gracia, y de una historia muy potente y bien estructurada. No es grandísimo cine. Es ese cine artesanal que debería prodigarse más en esta industria endémica. Aquel año, compartió éxito y premios con 'El día de la bestia', Álex de la Iglesia, y muchos veían un cine español que podía desperezarse por fin. Esperanza vana.