“¿Me odias, verdad? Pues yo siempre te he querido”- Sony Grotowski (Heath Ledger)
Hay películas que reconozco que debo ver cada cinco o seis años, como mucho, porque su visionado me provoca una desazón tan inmensa, una sensación de desamparo tan absoluta, que me pregunto después qué necesidad había de volver a verlas. Algo parecido me sucede con ‘Hijos de los hombres’ (id., Cuarón, 2006), con ‘Los olvidados’ (Buñuel, 1950) o con ‘Como en un espejo’ (id., Bergman, 1961). No importa, porque a pesar de que sólo he visto una vez esta poderosa y atroz película, recuerdo con perfección cada detalle de ella, y las emociones que se agolpaban en mi interior cuando salía de verla en el cine. Eso representa, por fuerza, algo positivo. Hay filmes que nada más verlos uno se queda indiferente, sin saber qué decir, y pocos días después es imposible sacar aspectos (positivos o negativos) de ella. Hay otros, como ‘Monster’s Ball’, que se te quedan dentro, que es imposible olvidarlos, y que a pesar de sus defectos ya son parte de uno.
Irregular y singular filme, por cierto, con que el que Marc Forster (que hasta entonces había dirigido un único largometraje, ‘Un grito en la noche’ (‘Everything put Together’), y que después ha desarrollado una carrera irregular) da muestras de un gran talento en lo concerniente a dar vida a personajes en situaciones extremas de odio, desesperación y soledad. El oscuro y doloroso relato que supone esta película, está narrado por Forster con ausencia de todo divismo, con una soberbia dirección de actores y una capacidad sorprendente para contarnos hechos terribles con gran elegancia, en uno de los trabajos más completos del pobre año 2001, el cual sin embargo conoció algunas buenas películas algo sepultadas como ‘En la habitación’ (id, Todd Field), ‘Día de entrenamiento’ (id., Antoine Fuqua), la formidable ‘Y tu mamá también’ (Alfonso Cuarón) o esta de la que ahora vamos a hablar.
No me acuerdo ahora (ni nunca, escasez de neuronas) de quién dijo eso de que “una historia sólo merece ser contada cuando es apropiada para contársela a un moribundo al oído”. No me cabe duda de que ‘Monster’s Ball’ es una de esas historias. El guión original de Milo Adica y Will Rokos nos introduce admirablemente en un mundo preso por un racismo ancestral y demente y que se acerca con sinceridad y sin falsas componendas en el dolor de las relaciones entre padres e hijos, y en la tragedia que resulta de que un padre o una madre sobrevivan a sus vástagos. Así, toma a dos personajes cuya miserable vida se nos pega en la retina como si contempláramos un coche de trenes: el agente de prisiones Hank Grotowski (interpretado con gran sequedad y capacidad de sugerencia por Billy Bob Thornton) y a la viuda de un condenado a muerte, Leticia Musgrove (ese animal cinematográfico que es Halle Berry). De su encontronazo se deduce uno de los relatos de redención y dignidad más desoladores del cine reciente.
Los primeros minutos de ‘Monster’s Ball’ sólo pueden calificarse como de una precisión emocional abrumadora y de una contundencia moral que estremece a cualquier espectador con un poco de sangre en las venas. Y ello no sólo por la verdad que rezuma cada fotograma de la relación entre Hank y su hijo Sonny (un fenomenal Heath Ledger, que siete años antes de su fallecimiento ya demostraba de lo que era capaz, y cuyo personaje queda levitando de forma inevitable en el resto de la película a pesar de aparecer sólo unos minutos del comienzo), o por la tensa y compleja relación de Hank con Leticia Musgrove, sino por la creación de una atmósfera irrespirable, casi infernal, en la que el racismo, el odio y la violencia son el pan de cada día, y en la que la fraternidad, el perdón, el amor y la sonrisa tienen toda la pinta de haber sido desterradas de manera casi total. Una Lousiana que parece detenida en el siglo XIX, con escopetas y sangre y confrontaciones tan habituales como en el salvaje oeste.
Por eso parece casi inevitable que surja una pasión (empapada del dolor de una vida demencial) salvaje entre Hank y Leticia. Su secuencia de sexo podría ser una de las más brutales, inolvidables, violentas…y bellas de la entera historia del cine. Es sexo y sensualidad como única salida, solución o respuesta íntima y carnal a una vida que es un callejón sin salida de oscuridad y desesperación. No existe explicación racional para esa secuencia. Sucede como un accidente premeditado. No creo exagerar si afirmo que es una secuencia de gran altura lírica y estética, que observamos con los ojos arrasados, testigos de un resquicio de redención en un mundo (el de la película, y probablemente también el real) que no da segundas oportunidades ni ofrece ventanas para el desahogo de una existencia precaria. Esa secuencia es el corazón, la razón de ser de este relato, y las consecuencias que se derivan de ella son una aventura en la búsqueda de la dignidad personal que enaltece y dignifica al espectador.
Marc Forster dirige de manera ejemplar este drama, sin caer en las facilidades y los caminos trillados del melodrama más superficial y vistoso, y manteniendo un tono férreo y un ritmo constante de decadencia moral en todo el metraje, sin el menor desmayo de intensidad. En manos de un cineasta menos entregado, o más proclive al lucimiento personal, este filme podría haber caído en el adocenamiento más recalcitrante, buscando la lágrima fácil con el vehículo de una tragedia dolorosa. En lugar de eso, Forster se limita a retratar, a hacernos testigos de una peripecia amarga hasta la extenuación, confiando plenamente en que sus personajes darán consistencia al tema, sin ponerlo en un pedestal, y con una puesta en escena concisa, serena y austera, colocando la cámara siempre a la altura de la mirada (física y moral) del espectador, pues tiene un respeteo absoluto por este y sabe que entrará en esta descripción de la miseria humana con gusto y capaz de mirarse al espejo.
Conclusión
Filme de obligado visionado para todos aquellos que quieran encontrar en el cine razones para seguir existiendo aunque el mundo les niegue el derecho a respirar de cada día. Es decir: cine radical, estremecedor, sin concesiones, que nos devuelve la dignidad de sufrir y llorar en una sala, el derecho a la catarsis. Es decir a la purificación. Cine como este, por tanto, es cine que merece más atención que el que se dedica a adormecer nuestra conciencia.