Woody Allen fue comediante antes que cineasta. Esto lo podemos ver en todas sus películas, en especial en ‘La última noche de Boris Grushenko’ (Love & Death, 1976) donde brillan con especial fuerza una serie de parodias maravillosas sobre novelistas rusos (esencialmente Tolstoi y Dostoievski) e Ingmar Bergman. El universo de Allen en esa película estaba ya en sus relatos, publicados por el New Yorker, y basta con leer ‘El experimento Kugelmass’ para comprobarlo (y esto lo ha dicho ya el imprescindible Sergi Sánchez). Que Allen haga chufla con la cultura más seria es una de sus especialidades y en ‘Mi apología’ imagina a un Sócrates a punto de ser ejecutado con muchas cosas tronchantes que decir. Por eso esta película se vive con la complicidad de sus relatos cortos, porque regresa el Allen más ingenioso y (meramente) anárquico con el panteón de grandes artistas del siglo pasado.
Un firme defensor de esta película es Alberto Abuín, cuya comparación del film con ‘La rosa púrpura del Cairo’ (The purple Rose of Cairo, 1985) es interesante y estimula un debate. Se ha mostrado entusiasta mis compañero Juan Luis Caviaro y algo más crítica Beatriz Maldivia , aunque ambos coinciden en lo ameno y encantador de la película. Comparto parcialmente sus sensaciones, aunque mis razonamientos estén más condicionados por mi devoción alleniana, aquella que me hace perdonar casi todos sus defectos o disculparlos por la impagable sensación de familiaridad que hay en sus películas.
Así pues, las películas más chapuceras de Allen, excepto la horrible ‘Vicky Cristina Barcelona’ (íd, 2007), tienen todas mis simpatías. No importan los problemas de ritmo o el deje visual, cintas como ‘Granujas de medio pelo’ (‘Small Time Crooks’, 2000) o la anterior ‘Conocerás al hombre de tus sueños’ (‘You will meet a dark tall stranger’, 2010) presentan aciertos memorables, un agradecido tono progresivamente misántropo que deriva, como en esta última, no ya en humor sino en ácida indiferencia hacia sus personajes. Pero, lástima, estamos cada vez más lejos de aquél Allen costumbrista, capaz de brindar sutiles estudios de personajes como ‘Manhattan’ (íd, 1979) o ‘Hannah y sus hermanas’ (‘Hannah and her sisters’, 1986), todavía dos de sus mejores películas, dos de sus incuestionables obras maestras.
Creo que a partir de ‘Desmontando a Harry’ (‘Deconstructing Harry’, 1997), remake virtual de ‘Fresas Salvajes’ (‘Smultronstället’, 1957), Allen empieza a mostrar su desinterés por construir personajes complejos y eso es algo que tiene cierto sentido en la película, pues versa sobre el universo narcisista de un escritor que necesita ser más escuchado que otra cosa, hasta el punto de terminar atrapado en sus ficciones y rodeado y homenajeado por sus propias creaciones. Algo parecido le pasa al protagonista de esta película, cansado de un mundo atragantado (que se describe con un breve chiste a costa del Tea Party), que termina en un pasado que no hace otra cosa que no terminar, esto es, de imaginar los otros pasados como épocas doradas y perdidas, de vivir intensamente una nostalgia tan engañosa como necesaria.
En el pasado del protagonista están todos los artistas del ‘París era una fiesta’ de Ernest Hemingway, también incluido como grotesco y desternillante macho alfa, obsesionado con la caza y la virilidad. En ese interludio fantástico, está el mejor Allen, aquél que imagina a un Luis Buñuel desconcertado ante la idea del ‘Ángel exterminador’ (id, 1962) o que presenta a un Salvador Dalí memorable, hablando de rinocerontes con divertidísima insistencia (y encarnado por un no menos divertido Adrien Brody). Además, unos afortunados Tom Hiddleston y Alison Pill encarnan con incuestionable gracia y delicadeza a Francis y Zelda Fitzgerald, dos escritores tan felices como tristes, algo que ilustra muy bien el gag de una Zelda insegura y depresiva.
La película subraya sus significados en momentos ciertamente pésimos, olvidando Allen el consejo que recordaba en su magnífico libro de conversaciones con Eric Lax (“si algo falla en una película, quita la sabiduría”). Y, sí, se contrastan los conceptos de realidad y ficción, pero considero, como mínimo, inaudita su realidad, aquella en la que unas bellísimas Rachel McAdams y Léa Seydoux se pasean con porte angelical, siendo la primera la niña pija más encantadora de todos los tiempos y la segunda una joven francesa amante de Cole Porter (tengo dudas de si es la fantasía alleniana-urbana quintaesencial o fruto de un estudio sociológico sobre las tendencias musicales en la capital francesa). Su última aparición, tras las campanadas, evidencia la estrategia de Allen, demasiado cansado ya para ofrecer un cine tan visualmente rico como el de momentos anteriores, o una tentativa hacia un nuevo estilo como en la magnífica ‘Match Point’ (íd, 2005). Pero, ah, queda la promesa de la magia, la lluvia y una chica hermosa con la que escuchar canciones de jazz.