Lo dije hace dos años. Lo dije hace dos días. Y a riesgo de repetirme y de parecer que no hay nada nuevo que poder afirmar con respecto a Álex de la Iglesia, he de volver a incidir en que, fiel a la idiosincrasia que ha marcado de forma mayoritaria su trayectoria a lo largo de veintidós años, 'Mi gran noche' (id, 2015) vuelve a ser un ejemplo evidente de ese cine excesivo y llamado a epatar al espectador a base de sumar burradas mil al que el cineasta bilbaíno regresa siempre que se pone detrás del objetivo. Pero lo que en anteriores citas suponía un grave problema, en ésta consigue convencer lo suficiente como para dejar la impresión de estar ante lo mejorcito del director.
Quizás no sea mucho decir si se considera que, al menos bajo la óptica de este redactor, casi todo lo que de la Iglesia ha rodado desde 'Acción mutante' (id, 1993) ha rayado en la irregularidad de una manera u otra, y que el único título que salvaría de esa calificación sería 'El día de la bestia' (id, 1995) y ni siquiera lo haría al completo por lo mucho que su tramo final se encamina a arruinar el espectacular arranque y el no menos efectivo segundo acto de la historia satánica y de Carabanchel protagonizada por Alex Angulo y Santiago Segura; pero lo cierto es que, por diversos motivos, 'Mi gran noche' es un entretenimiento a ratos que disparando en mil direcciones, da en alguna diana.
Mediaset, E.R.E's, corruptelas y un fin de año
Alzándose como la producción más coral de cuántas ha firmado el director hasta el momento, las muchas sub-tramas que confluyen en 'Mi gran noche' lo hacen en el espacio del rodaje de un especial de fin de año en unos estudios de televisión que pertenecen a Media Frost, una empresa ficticia que en el momento en que arranca la cinta está al mando de un presidente corrupto y sin escrúpulos al que no le tiembla el pulso mientras centenares de empleados ven como sus puestos de trabajo peligran debido a un inminente Expediente de Regulación de Empleo.
Dicha situación, adornada por la pareja de presentadores encarnados por Hugo Silva y Carolina Bang, sirve a de la Iglesia y a Jorge Guerricaechevarría —co-guionista con el cineasta— de forma más que obvia para, primero, arremeter de frente contra Mediaset, la operadora detrás de esa cadena del horror, el esperpento y lo vergonzoso que es Telecinco y, después, para hacer lo propio ya con lo desmandado de los E.R.E's en éstos últimos años, ya con las muchas figuras corruptas que han jugado con las vidas y futuros de muchos españoles amparados en la figura empresarial de los temidos expedientes.
No contentos con todo lo que ello ya satiriza acerca de un considerable sesgo de lo peor que puede ofrecer nuestro país, la pareja de guionistas abotarga el avance de la acción con cínicas lecturas sobre el poder de la fama visto a través de dos personajes bien diferentes, los que interpretan Mario Casas y Raphael. Destacando ambos como lo mejor del reparto, el uno por lo bien que llega a representar a los ídolos descerebrados de masas adolescentes, el otro por la precisión con la que se parodia a sí mismo y por extensión a todos los divos del mundo del "artisteo", es no obstante el veterano cantante el que se lleva la palma como lo mejor de la función en términos interpretativos.
Y cuidado, que ahí no termina todo, que también hay lugar para más sub-tramas que orbitan, bien alrededor de Adanne y Alphonso —los cantantes a los que dan vida Casas y Raphael— bien alrededor de la mesa en la que le toca en desgracia sentarse al sufrido personaje encarnado por Pepón Nieto, un figurante de los que aparecen felices en esos rancios especiales de Nochevieja que año tras año nos castigan las neuronas en las horas posteriores a las campanadas y que, no cabe duda, viene a representar a ese perfil del español medio superado por las circunstancias de la vida.
'Mi gran noche', indigestión por acumulación
Brillando con fuerza en casi todo lo que concierne al reparto —geniales las intervenciones de Carmen Machí, unos alucinados Blanca Suárez y Jaime Ordóñez o la siempre soberbia Terele Pávez— 'Mi gran noche' vuelve a ser exponente de la imaginativa y potente dirección de Alex de la Iglesia, una faceta que el director no parece ser capaz de conciliar con las historias que pone en imágenes y que aquí se traduce en ofrecer un espectáculo apabullante en el que siempre está pasando algo y que no da al espectador descanso alguno en sus 100 minutos de metraje.
Imaginativo en encuadres y angulaciones y espléndidamente planificado, el trabajo del cineasta en su última apuesta cinematográfica brilla con personalidad en un conjunto de ejemplar factura técnica al que, eso sí, le pesan y mucho las ansias arrolladoras que se derivan de la suma de todas las direcciones en las que se mueve una comedia alocada que nunca llega a provocar la carcajada —acaso una tímida risa aquí y allá— y que si convence a ratos, como decía más arriba, es por acción directa de ese reparto en estado de gracia constante con el que ha tenido la fortuna de contar el director.
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