Se estrena en cines ‘El menú’ (The Menu, 2022), una propuesta producida por Adam McKay y Will Ferrell, tras colaborar en su triunfal ‘Succession’, que se adentra en el terreno del thriller y el cine de terror sin dejar de utilizar el género como variación perversa de la comedia más corrosiva para dirigir sus disparos al neoliberalismo en sus muy distintas formas, y hacer una suerte de thriller de terror alrededor del mundo de la restauración de lujo.
El mundo de la cocina no es ajeno al entretenimiento en los últimos años, tras el triunfo de masterchef y la cultura gastronómica como algo más extendido en todos los estratos sociales, la posibilidad de comer grandes platos por no tanto dinero, la extensión de los restaurantes de lujo y los que no lo son pero ofrecen un registro muy diferente al tradicional, mezclando y fusionando nuevos platos al alcance del bolsillo del trabajador de clase media-baja.
Quizá por ello han proliferado los programas de cocina, al estilo de Masterchef, y el cine se ha hecho eco de esta “democratización” de la elaboración experimental, desde la ya lejana ‘Ratatuille’ (2007) a la serie de Isabel Coixet ‘Foodie Love’, a las más conscientes del estrés entre fogones de ‘Hierve’ (2020) o ‘The Bear’ (2022). Por ello no es extraño que llegue ahora esta brutal gastrosátira de horror casi teatral que dispara con humor macabro a críticos, clientes y casi todo el arte dirigido a las élites.
La gran estafa del mundo foodie
Casi como una perversión culinaria de ‘The invitation’ (2015), tenemos a un grupo de comensales diversos, que seguimos bajo la perspectiva de una gran Anya Taylor-Joy, mientras el guion juega con el thriller, la comedia negra y el terror murder mystery, una ‘Matar o no matar, éste es el problema’ (1973) moderna, con la idea de la venganza llevada al mundo de la cocina conceptual. Por ello, no es tan diferente en esencia a algunas películas de terror británicas clásicas, con la diferencia es que este clímax haría feliz a Ari Aster.
La mejor baza de ‘El menú’ es que nunca se toma demasiado en serio a sí misma, pero tampoco deja de ser caústica en su dibujo de la explotación velada de clase a través de un imponente Ralph Fiennes, quien borda a un personaje enigmático y preciso, una caricatura siniestra de los grandes chefs cuya posición de autoridad frente a los comensales pone de relieve la ironía real de la relación de los clientes de alta cocina con quienes son, al fin de cuentas, el servicio.
Una dinámica artificial que expone que a veces no hay mucha diferencia entre los explotadores disfrazados de amables usuarios con la cartera bien dispuesta y los proletarios venidos a más en muy distintas formas, que no son otra cosa que aspirantes a ricos, es decir, apasionados de la sensación, comprada durante un par de horas, de ser alguien, de tener acceso y ser tratados de la misma forma que el cliente más pudiente más tradicional. Tanto es así, que ‘El menú’ plantea algo muy radical, reduciendo la experiencia culinaria a un hecho social, algo que los clientes potenciales experimentan porque pueden, no porque lo disfruten de a comida.
En ese aspecto, la película es brillante al componer una experiencia progresiva y sin prisas, no solo en cuanto a la construcción de la tensión, sino de su discurso. Los pecados de los comensales van desplegándose de forma anecdótica, creando confusión y temor entre ellos, pero sin provocar el pánico, el chef nunca muestra sus cartas del todo y, pese a que todo se va enrareciendo, consigue mantener la calma entre sus invitados como en una performance surrealista que dilapida la verosimilitud en favor de un statu quo buñueliano.
El artificio de la exclusividad
Su plan, y al mismo tiempo el guion, en definitiva, va exponiendo de forma gradual el sinsentido del acto mismo de servir a otros, planteando dilemas sobre el valor de lo que se compra, el absurdo del poder adquisitivo frente a un arte tan refinado que solo quien acceda a una cierta categoría económica puede degustar. La pregunta que plantea es si ese arte tiene sentido en un mundo en el que los que pueden permitírselo no siempre son los que poseen las herramientas para apreciar sus complejidades, reduciendo el acto cultural al consumismo por disposición más salvaje.
Por una parte trata de equiparar al creador con el receptor, tratando de alcanzar un punto en común de idioma compartido que pocas veces es posible, por la esencia misma del trabajo de cocinero, con un avance siempre en vertical, sin atajos posibles en el resultado, un talento que requiere de esfuerzo muy separado de la alcurnia, mientras que los que tendrán la llave a su obra pocas veces serán los mismos que tienen el paladar para valorarlo como merece.
Un dilema inteligente que suena más aparatoso de lo que logra mostrar en pantalla ‘El menú’, una ágil oda a la belleza inherente en un plato “pretencioso” y al mismo tiempo un alegato que cuestiona su misma existencia. Una reflexión sin sermones, con recodos negros como el infierno y sin omisiones convenientes a la hora de examinar todo el posible microcosmos ideológico y la impostura que se genera durante una simple cena de un restaurante de lujo.
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