Óscar Peyrou es un crítico de cine que no necesita entrar al cine para entregar su texto: le vale con ver un póster para saber por dónde van los tiros (o eso dice). En el caso de ‘Mentes maravillosas’ no hace falta ser Óscar Peyrou para adivinar hasta el último de los giros de la película viendo su cartel: es una película tan pretendidamente tierna como calculada, tan buenrollista como plana, tan comedia francesa del año como episodio especial de ‘La gente de Bart’.
Llorar, reír y olvidar
Se ha repetido hasta convertirse en meme aquello de “La comedia francesa del año”. Y ‘Mentes maravillosas’ es su prototipo perfecto: dos personas muy diferentes viven aventuras por Francia mientras viven nuevas experiencias. Al final, ambos se enseñan cómo ver la vida de otra manera. La gente llora un poquito, títulos de crédito, se nos ha olvidado en el trayecto de metro hacia casa.
En particular, ‘Mentes maravillosas’ nos presenta a una persona con parálisis cerebral, Igor Parat, que conoce a Louis Caretti cuando este le atropella con su coche funerario. Se hacen amigos a su pesar y empieza un road trip francés con un conflicto muy ligero, sexo muy bonachón y referencias forzadas a la filosofía. Alexandre Jollien, que además de interpretar a Igor es coguionista y codirector de la película, realiza una fabulosa labor educativa mostrando que la gente con parálisis cerebral puede tener una vida normal: él mismo la tiene en su día a día, y su labor es encomiable, lo mejor de la cinta a años luz de diferencia del resto. Ahora bien, es inevitable que, una vez pasada la labor educativa, sintamos el mazazo de la manipulación emocional.
La progresión dramática de la cinta no se siente correcta: Louis es un personaje cuya personalidad va cambiando en servicio de lo que Igor le indique. Al principio es un personaje fuerte y serio, pero enseguida cae en la bondad imposible o la tontería slapstick para complacer a su compañero (y, por qué negarlo, al público). El tercer acto nos revela que realmente Caretti está metido en el viaje más importante de su vida, aunque la película tampoco quiere hacer hincapié en ello, resultando en una mezcolanza extraña y nada bien empastada.
Liberté, ègalité, médiocrité
A ‘Mentes maravillosas’ le importa mucho más la evolución de Igor, que sale de casa por primera vez sin su madre y tiene un secreto escondido de su pasado, que la de Louis. Sin embargo, se siente culpable por no dar una trama al coprotagonista y se saca de la manga un final más propio de un truco de magia mal preparado que de una película bien estructurada. La recta final de la película viene de ninguna parte y, tan pronto termina, se olvida como si no hubiera ocurrido.
La película intenta ser un refugio de amor y cariño sin sarcasmo ni ironía, en el que confiar en el mundo que nos rodea. Durante la hora y media de su proyección, uno puede llegar a creer en la bondad del ser humano, en la tolerancia y la amistad en los lugares más insospechados. Es a lo que juega, claro, y el problema es que lo hace con cartas marcadas: los personajes, de tan buenos y puros que son, resultan insulsos, por más que la película te señale a Igor como una persona excepcional.
La propia ‘Mentes maravillosas’ parece repetirte al oído “Tiene parálisis mental, ¡pero mira todo lo que sabe hacer!”: a ratos es bochornosamente paternalista, y a otros simplemente se queda en un producto tragicómico en el que nunca llegas a reír a carcajadas, pero tampoco a llorar a mares. Por más que intenten tratar el estado de Igor con naturalidad, es el punto de partida de la película y no pueden ignorarlo: hecha la ley, hecha la trampa. El film es un punto medio entre todo no exento de virtud, pero sí de carisma y personalidad. Al menos lo intenta, pero la dirección y el guion van a tiro hecho: esta historia de amistad inusual tiene la única pretensión de ser, en la peor de sus vertientes, la comedia francesa del año.
En resumidas cuentas
‘Mentes maravillosas’ gustará mucho a quienes menos le pidan a una película. Es una historia de amistad tan bonita e inusual como paternalista y blanda, que ni toma riesgos ni intenta nada que se salga del esquema clásico de este tipo de películas: el conflicto es mínimo, el tercer acto sale de ninguna parte y, en general, parece olvidarse desde el primer minuto en el que uno pone el pie fuera de la sala. No es el año para cine así.
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